El pasado, impetuoso e incólume, se presenta ante nosotros como un aséptico conjunto de datos frente al que podemos situarnos de muy diversos modos. La historia, por su parte, trata de acomodar, asentar y emplazar cada suceso histórico en un espacio y tiempo determinados, dirimiendo su enjundia en el acervo histórico del discurrir temporal (perspectiva diacrónica). La hermenéutica histórica, por otro lado, convierte la propia historia en un fluir susceptible de interpretación: los acontecimientos, humanos y no humanos, albergan un sentido que hay que descubrir, revelar y, más aún, conquistar.
Sea como fuere, la historia se transforma en ambos casos en edificante educadora del género humano: no sólo recoge lo sucedido en crónicas y memorias transmitidas a través de textos o de forma oral, sino que alecciona, ilustra y guía mediante su discurrir. No es su «pasar» estéril, irrelevante, neutro; ese propio «pasar» esconde en su seno una pluralidad de sentidos que esperan a ser hallados. No resulta suficiente el cómo; hay que apropiarse del qué de la historia, de su contenido como significado.
Es Plutarco (45-120 d.C.) ejemplo de esta actitud. Contemporáneo del máximo esplendor territorial del imperio romano, este docto y juicioso griego se educó bajo el mandato del déspota Nerón, a quien incluso conoció, y comenzó a redactar sus Vidas paralelas en torno al año 96. Eduardo Gil Bera, traductor de esta edición de las Vidas de Alejandro y César aparecida en Acantilado, «cuando Plutarco escribía sus biografías y los romanos eran dueños del mundo, la capital de la sapiencia no era Roma, sino Rosas, y la lengua prestigiosa no era el latín, sino el griego. Todo romano que quisiera ser algo en la vida estaba obligado a escribir, discursear, versificar y conversar en griego. Tal fue el caso de César, Cicerón o Pompeyo».
Importante contraste que hay que tener muy en cuenta: a pesar de que la lengua griega fuera aún el arma intelectual propia del primer siglo de nuestra era, en términos políticos y territoriales era Roma quien detentaba el poder, imponía fronteras y, sobre todo, leyes y costumbres. En tal situación, el genio griego –en otro tiempo lúcido, creador y preeminente– había sucumbido a una suerte de soledad que empujó a algunos eruditos a reivindicar el espíritu de la Hélade. La vía para llevar a cabo tal cometido fue la educación de los pueblos «inferiores», es decir, todos aquellos que no conocían la historia de la Gran Grecia ni hablaban su lengua. El alma griega sobrevoló así, como duende protector de lo que –en palabras de Pericles– «no puede ser olvidado», los dominios romanos de Occidente y parte de Oriente durante varios siglos.
Quizás fuera Alejandro Magno, uno de los retratados por Plutarco en este volumen, a pesar de su enconada y sinceramente asumida tarea de conquista, quien dio auténtico origen a la disgregación de lo que podríamos denominar «nacionalidad» griega. Fue él quien, en su intento por crear y dirigir el más vasto imperio jamás imaginado, desdibujó los confines de la Hélade para llevarlos hasta las puertas del Oriente más desconocido. De ahí que los griegos «supieran más y valieran menos», en célebre expresión de Jacob Burckhardt. Fue así como surgieron ingenios del calado de Aristarco, Polibio y el mismo Plutarco, a quien hoy seguimos leyendo con verdadera fruición.
Éste no se conforma con retratar en sus cuadros meras historias dispuestas en orden cronológico, simples acontecimientos pasados, sino que, además de transmitir –como apuntaba– el alma griega, desea hacer llegar al lector futuro el espíritu de los tiempos que narra y a los que da forma. «En su designio de reflejar vidas y no aglomeraciones de sucesos extraordinarios –apunta Gil Bera–, Plutarco no sólo es el padre del relato biográfico moderno sino también el creador de una de las prosas más admiradas por su particular carácter edificante». Y es que «la idea de la emulación fundamenta» sus escritos y, en particular, éstos sobre Alejandro y César.
Destaca en Plutarco una prístina y declarada tendencia platónica a deshacerse de lo superfluo y dar con aquello que, de una u otra forma, pervive en el constante y ruidoso acontecer de los hechos humanos. Tuvo por maestro a un sabio egipcio de nombre desconocido, y se sabe que viajó hasta los inenarrables confines del imperio macedónico, el mismísimo Egipto. De este modo fue formándose el egregio carácter de este observador de lo humano, hasta configurar su más preciosa máxima: es menester notar, advertir y estudiar nuestro alrededor para poder efectuar con garantías el salvífico ejercicio de la escritura (ya se ha indicado que no comenzó sus Vidas hasta bien entrado en la cincuentena). Una escritura a la que, en efecto, se daba la mayor importancia, pues estaba destinada a permanecer; de alguna manera, lo que queda escrito pasa a formar parte de la eternidad. Así, leemos en las maravillosas primeras líneas de su escrito sobre el imperial Alejandro, que…
Es preciso tener en cuenta que mi propósito no es escribir historias, sino vidas. Y las hazañas más gloriosas no siempre revelan la virtud o el vicio. A veces un detalle menor, una palabra o una broma proporcionan mayor información sobre el carácter que las batallas con millares de muertos, las grandes expediciones, o los asedios de ciudades. Del mismo modo que los pintores son más cuidadosos al trazar la cara y los ojos, que es donde se manifiesta el personaje, y no trabajan tanto otras partes del cuerpo, permítaseme centrar mi atención en los signos del alma humana y retratar a partir de ellos la vida de cada cual, dejando a otros la descripción de las grandezas y batallas.
Será pues tarea del lector desentrañar las almas de Alejandro y César a los ojos de Plutarco, quizás las dos semblanzas más conocidas y bellas de cuantas escribió en sus extensas Vidas paralelas. La laudable y fluida traducción del griego de Eduardo Gil Bera agiliza una lectura que de por sí ya resulta vertiginosa, agradable, rica en detalles mas parca en adornos literarios, directa, espontánea y contundente. No es deseo de Plutarco el lucimiento de sus letras, sino reflejar con ánimo ejemplarizante los transcursos vitales de César y Alejandro, encontrando y mostrando en ellos su pasión por llegar a ser quienes –creían y– debían llegar a ser.
Testimonio de una cultura y tradición esplendorosas, Plutarco se convierte en un más que digno continuador de sus antecesores griegos más célebres y permite que, al margen del tiempo transcurrido, podamos introducirnos en la atmósfera de los personajes de quienes se ocupa y, a la vez, seamos partícipes del inmortal espíritu de la Hélade. Una lectura tan edificante como encantadora que nos hace recordar, en medio de tanto escándalo y barahúnda, nuestra pertenencia a lo eterno.
Excelente artículo, y con Hegel digo: «Y si nos fuese lícito sentir alguna nostalgia, sería la de haber vivido en aquella tierra y el aquel tiempo.» Lecs. Fil. de la Hist. FCE TI pág. 139
Me gustaMe gusta