En un diagnóstico tan nocivo como insuficiente, suele afirmarse que el hiperestimulado escenario en el que hoy vivimos ha terminado por despojarnos de nuestra atención. El constante ruido, la cultura de la imagen rápida e incisiva, los tiempos acelerados y la inmediatez, la exigencia de la ininterrumpida disponibilidad, el imperio de las tecnologías digitales, las permanentes notificaciones y la tiranía de stories, reels y tiktoks –aseguran– ha atrofiado definitivamente nuestra capacidad atencional, de tal manera que un proceso de reconquista cognitiva, a estas alturas, resultaría ya imposible.
“Hay que adaptarse”, dicen unos con orgullosa resignación, impregnados del melifluo y grosero espíritu acomodaticio de los gurús de la autoayuda. “El problema no son las pantallas, sino cómo las usamos”, declaran otros, como si el empleo de la tecnología fuera neutral, como si las pantallas no encerraran ya un modo determinado de vivir, de sentir, de estar (y no estar), de experimentar: como si no fueran una absorbente y narcisista caja de resonancia. “Todo es más rápido porque las posibilidades se han multiplicado”, esgrimen otros, sin valorar si ese inabarcable abanico de oportunidades que incesantemente se nos brinda no es más que una estrategia para dirigir nuestro tedio, nuestra angustia. Una habilidosa maniobra para gobernar nuestro miedo a permanecer inactivos.
La comercialización y puesta en venta de nuestro deseo, al servicio de una subyugadora personalización –o customización– de nuestra experiencia del mundo, ha supuesto un descomunal crecimiento de los llamados “mercados conductuales” y de las denominadas “burbujas de filtro”: no es que el sujeto contemporáneo no mire donde quiere, sino que el querer de otros se le ha impuesto como si fuera el suyo. Vemos, sentimos y actuamos filtrados por los datos que entregamos alegremente a multinacionales que comercian con ellos, mientras parece que nos hacen la vida más fácil, más disfrutable, más fluida, menos problemática. Pensamos que somos más libres que nunca porque estamos olvidando prestar atención, esto es, no por haber perdido nuestra potencia atencional, sino más bien por habernos acostumbrado a ignorarla, porque la hemos puesto al servicio del mejor postor. Ha sido, y es (qué importante conjugarlo en presente), un sometimiento cotidiano deliberadamente escogido.
En 1929, María Zambrano señaló –en los primeros compases de Horizonte del liberalismo– que “la tonalidad y color” de cada época vienen dados, más que por la respuesta misma que se da a ciertos interrogantes, por “aquello a que se responde”, es decir, por el “elemento del universo a quien se presta atención y con el que se conversa”. Para ello es fundamental tener la valentía de no retirar la mirada de la realidad, “afanarnos en mirar” y “pararse a hacerlo con limpidez serena”. Es imprescindible, por tanto, una detención pausada ante lo que acontece.
Zambrano se muestra contundente a este respecto: nada habrá por lo que batallar si antes no se ha llevado a cabo un esfuerzo por atender a cuanto sucede. Sin un ejercicio previo de comprometida observación del mundo, nuestra acción se hace inoperante: “No sabremos luchar, aunque la vida se nos vaya, si antes no hemos hecho por ver claro”. Por eso nos insta Zambrano, esta vez en el Apéndice de Claros del bosque (1977), a recuperar el tiempo de la contemplación, “que da respiro, libertad”, porque es un “tiempo largo, indefinido” en el que no hay sucesos, no hay estímulos, en el que no nos sentimos espoleados. Como referían los escolásticos, se trata de un nunc stans, un presente eterno; en bella fórmula zambraniana: “un tiempo sin tránsito”.
También en Horizonte del liberalismo, texto incomprensiblemente minusvalorado por tratarse de una obra de juventud, Zambrano alude de manera profética a “nuestro extremado individualismo”, que “nos ha llevado a cada uno a reconocer no más que a un individuo: el nuestro, rechazando toda diversidad”. Huimos de “lo otro”, de lo distinto, porque nos causa pavor. Desertamos de la alteridad porque la tememos. De ahí que nos sintamos tan a salvo en nuestras pantallas, que nos devuelven una imagen renovada del yo que ansiamos o creemos ser.
En un libro posterior, Persona y democracia (1958), Zambrano distinguió dos maneras de habitar el mundo: podemos convencernos de que la historia es algo ya designado, una suerte de fatum o destino frente al que sólo caben la conformidad y la mansedumbre, o podemos imaginarla como un artefacto (algo-por-hacer), como el elemento natural en el que existimos y donde debemos pensar para actuar responsablemente. Y es que “nada hay que degrade y humille más al ser humano que el ser movido sin saber por qué, sin saber por quién, el ser movido desde fuera de sí mismo”.
Me parece que aquí reside la cuestión insoslayable de nuestro tiempo: en el verbo decidir. Tal es, para Zambrano, nuestro “único consuelo”: saber que siempre queda a nuestra disposición un hacer que reconfigure nuestras costumbres. En ello consiste la ética: el vocablo griego ethos (ἦθος) apunta a nuestros hábitos adquiridos, a lo que escogemos hacer, lo cual, finalmente, configura nuestro ser, es decir, nuestro carácter. Somos lo que hacemos… o lo que dejamos hacer de nosotros.
En una velada alusión a Antonio Machado, con quien Blas Zambrano (padre de la filósofa) mantuvo una franca amistad, escribió la pensadora de Vélez-Málaga que “abrir camino es la acción humana entre todas”, pues “el propio hombre es camino él mismo”. Somos tránsito. Recorrido. Vereda o senda: por trazar, nunca cerrada de modo definitivo. O dicho con Descartes: somos –y precisamos de– un método, del griego μέθοδος, esto es, una vía por y para escrutar.
Por eso necesitamos reaprender a educar nuestra mirada, que no es sino reeducar nuestro deseo: para que nuestro horizonte no esté prefigurado, para que nuestras posibilidades no estén tuteladas ni impuestas de antemano. Porque, defendió María Zambrano en el quinto capítulo de De la Aurora (1985), “la atención, aun a solas, es fuente de conocimiento”. Atrevernos a sostener la mirada hacia un mundo que nos pide apartarla es comenzar aquella reconquista que nos presentan como imposible, como estúpida, como si fuera un ejercicio de desnortados o desquiciados outsiders.
Nos jugamos todo en tener la intención de ver, en no apartar la mirada y actuar en consecuencia, porque –en expresión de Simone Weil en sus Cahiers (VII)– la atención es “detenerse”, y “sólo la renuncia permite detenerse”. O María Zambrano en Hacia un saber sobre el alma: nos hemos llenado de cosas y nos hemos quedado vacíos. Sólo una deserción voluntaria de la capciosa estimulación en la que nos han adiestrado podrá ponernos en camino de lo único importante: decidir.




gracias. Excelente reflexión.
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Como siempre, CJGS da con el «tono» del tiempo. LLevo ya unos años dándole vueltas a una ética del bienestar o una forma de entender el bienestar como ética, porque es algo que se puede cultivar a través de los actos, del mismo modo que se cultiva un jardín, precisamente un espacio en el que la acción es tan importante como la observación atenta y contemplativa. Probablemente el jardín es el espacio ideal para cultivar esa atención que nos libera y nos enraíza. Gracias.
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Comparto los comentarios de lis «Anónimos». Y me pareció motivante tu comentario sobre E. Von Hartmann.
Gracias.
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Buenísimo como siempre. Gracias por ampliar mi horizonte. 👏🏻🙌🏻
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Muy agradecido de recibir sus excelentes articulos
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