La cultura helenística, mezcla de tradiciones clásicas y orientales, se vio portentosamente marcada por la figura de Alejandro Magno, quien logró que Grecia se «cosmopolizase» y construyera ciudades con una tendencia más universal de lo que la polis había sido. Tras su muerte, sin embargo, los atenienses perdieron la democracia y se enfrentaron a cuarenta años convulsos, un contexto en el que los ciudadanos no eran ya dueños de su porvenir, el cual quedaba relegado a la decisión del monarca correspondiente. Los sabios continuaron buscándole las vueltas al hallazgo de la felicidad como fin de la vida humana, pero, dado ese contexto social complicado, ahora desde una perspectiva individualista. El yo político cede ahora al yo individual, inclinado hacia la reclamación de la propia autonomía, de la posición céntrica en la discusión filosófica. De las escuelas que entonces surgieron, tres fueron las más importantes y una —junto al estoicismo y el escepticismo— la que quizá se enraíza de un modo más brillante dentro de ese carácter helenístico de aislamiento: el pensamiento de Epicuro de Samos.
Hijo de padres atenienses, Epicuro edificó desde temprano su educación filosófica fuera de la capital, primero con tesis cercanas al platonismo y después, más decisivamente, a los planteamientos atomistas de Demócrito junto con Nausífanes, discípulo de éste. Es la primera pista que comienza a iluminar el camino de esta exposición: cualquier teología que Epicuro pudiese haber ido construyendo se iba a haber visto siempre cincelada por la enorme influencia materialista del sonriente Demócrito, para quien el proceder de la naturaleza, formada por átomos, es fruto de sus propias leyes naturales, sin mediación de ningún ente divino y sin regreso a ningún mundo platónico de las Ideas. Estas teorías de los epicúreos sirvieron para que sus críticos los tildaran de impíos y ateos, pero la característica «liberadora» de supersticiones fue para otros, paradójicamente, uno de sus hitos; si Epicuro fue para Clemente de Alejandría «un iniciador del ateísmo» (Clemente de Alejandría, Strom., I, 1), fue a su vez defendido por Lucrecio porque «no le detuvieron ni los mitos ni los dioses» (Lucrecio, De rerum natura, I, 62-79).

Pero no sólo en esa profunda influencia materialista se desvinculó de las costumbres de sus coetáneos. Si Platón creó la Academia, Aristóteles el Liceo y su contemporáneo Zenón el Pórtico del estoicismo, Epicuro fundó su escuela en un jardín —o huerto— de carácter acogedor y abierto, criticado por aceptar a todo tipo de personas, incluyendo esclavos y mujeres. Sin embargo, el término medio seguía vigente en él, así como que su filosofía se centrase en la ética por encima de todo. Los epicúreos no olvidaron la búsqueda de la felicidad como principal motivación de la vida humana, determinada por dos decisivos aspectos: el placer, que nos lleva a alcanzarla, y el dolor, que de ella nos aparta.
La noción de placer es crucial en Epicuro; un placer diferenciado en los «dulces y aduladores» que producen satisfacción efímera y pueden llegar a dominar al individuo, y los «naturales», que producen sosiego, como no tener hambre. La vida feliz pasará por hacerse con la mayor cantidad de placer y, lo que es más importante, evitar el dolor todo lo que se pueda. La imagen del jardín es en este sentido un ejemplo de lo que un individuo debe hacer para conseguirlo: un lugar recogido, sencillo, donde cultivar amistades y alimentos básicos para sobrevivir, sin opulencias, lejos de angustias ciudadanas innecesarias. Una vida sustentada por un principio que compartían con la escuela estoica: la ataraxia. Imperturbabilidad. Equilibrio emocional. Estado de calma.
De lo anterior se extrae que lograr la felicidad mediante la ataraxia debe buscarse entregándose a los placeres naturales y necesarios y, por supuesto, sorteando todo lo que produce inquietud y dolor. Así, la muerte no debe ser temida porque «mientras yo estoy, ella no está; cuando ya llega, yo ya no estoy» (Epicuro, Carta a Meneceo, en C. G. Gual, Alianza Editorial, Epicuro, p. 169), ni tampoco los dioses —donde se plantea llegar esta exposición— quienes son felices precisamente por serlo y no encargarse de nuestros sufrimientos mundanos. ¿Quiere esto decir que Epicuro fue un reconocido ateo? La respuesta es negativa, pero conlleva una interesante complejidad.
La filosofía materialista epicúrea se dividió en: Canónica (teoría del conocimiento), Física (estudio de la naturaleza partiendo del atomismo) y Ética. Asuntos tales como la divinidad fueron tratados desde esas mismas partes y sometidos a su sistematización y materialismo. El punto que esta exposición pretende demostrar es el uso epicúreo de la teología como una muestra más de cómo vivir en base a una ética eudaimónica.

La creencia clásica griega tanto en dioses como en el destino tenía profundo arraigo: dioses que gobernaban los asuntos humanos. El atomismo explicaba ya para Epicuro la naturaleza de un cosmos que quedaba libre de teología, pero la religión se vivía en su época con un respeto tan exagerado que podía convertirse en terror: los dioses nos gobiernan y nosotros, a quienes tanto nos cuesta alcanzar nuestros objetivos, albergamos la esperanza de que intercedan por nosotros, por nuestro destino, y tememos que cualquier acto banal por nuestra parte los moleste y lleve al traste esas intenciones. El temor a la furia de los dioses trae una gran dosis de dolor, justo lo que Epicuro induce a evitar.
Para solucionarlo, la propia noción de ataraxia intercede: el problema no son los dioses, sino la errónea interpretación sobre ellos, pues ellos también existen embebidos por la ataraxia. Los dioses, cuya existencia Epicuro no sólo no niega, sino que reafirma, gozan de un estado de felicidad, y ésa es la clave: si los humanos, para llegar a ser felices, se deben apartar de los placeres que producen dolor (de la riqueza, de la política, del deseo de poder), ¿no lo habrán hecho ya los dioses para lograr su propia felicidad? Y, si ya lo han hecho, ¿cómo van a encargarse entonces de nuestras preocupaciones mundanas, si ellos ya las han evitado todas? La beatitud de los dioses se basa en el sosiego contrario a lo que el ruido humano les produciría, tienen que ser necesariamente ajenos a nosotros. La teoría la confirma Epicuro en su Carta a Meneceo: «No es impío el que desecha los dioses de la gente, sino quien atribuye a los dioses las opiniones de la gente» (Epicuro, Carta a Meneceo, en C. G. Gual, Alianza Editorial, Epicuro, p. 168) .

La paradoja de pensar en Epicuro como en un pensador fuera de cualquier teología radica en que, precisamente, el ideal de eudaimonía en Epicuro, por tanto, se encuentra en los dioses: en ellos debemos fijarnos, de ellos se inspira el sabio para alcanzar la felicidad, ellos son el paradigma de la virtud. La concebida en los astros, la idea platónico-aristotélica de la divinidad de los astros, pierde fuerza aquí y la noción que explica los dioses se vincula con las creencias populares. Epicuro mismo observa la religión como algo beneficioso y asiste a los cultos tradicionales porque así puede participar de su felicidad plena y divina, acercarse a ella. El sabio no contempla a los dioses para buscar el perdón o la plegaria, sino para unirse a ellos en contemplación. No hay que temerlos, como tampoco hay que temer la muerte; así se evitan las dos mayores causas de dolor y se allana el camino hacia la ataraxia.
Los dioses del epicureísmo no son vigilantes, no están pendientes de sancionar nuestros errores o vanagloriar nuestra piedad: son una inspiración para alcanzar la felicidad, una felicidad a la que podíamos llegar en una vida que el de Samos pensó profundamente.
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Gran gran artículo. Epicuro un genio
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Interesante pero además útil para pensarse mucho más las personales pretenciones de felicidad. Saludos.
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Se hace necesario pensar en el sentido sobre la felicidad.
Cuál es su fin último,y cómo alcanzarla…
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Todos sus artículos son excelentes y aprendo muchísimo. Gracias!
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Excelente me encantó
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