Marina Tsvietáieva: poemas de una amazona desde el después de Rusia

Existe en la mitología eslava una criatura, mitad mujer, mitad ave, que vive eternamente ajena en las inmediateces del paraíso sin poder llegar a él, observando de lejos, y desde siempre, el convite de sus dioses paganos. Pájaro de la clarividencia, el Gamayun es una figura profética que sabe los secretos del más allá y aquello que el destino depara a los mortales. Su canto, extraño, hermoso hasta el dolor e imposible de descifrar, guarda las claves del devenir humano. Marina Tsvietáieva, con su poesía órfica, sus «bienaventurados jeroglíficos» y sus diarios prolépticos, uniendo el tiempo pasado con el que, irremediablemente ha de llegar, son notas de este canto musitado a altas horas de la noche, cuando los niños duermen, a la lumbre de un samovar de la época zarina, en una buhardilla destartalada cuyo único tesoro es la biblioteca enterrada en el piso de abajo.

Por esta sutil confluencia entre lo cotidiano y lo remoto, la montaña y el precipicio, la obra de Marina Tsvietáieva se torna inclasificable. En verdad, está escrita por alguien que, perteneciendo a la época del zar Pedro I, tal vez mucho antes, a la época de los bogatyres y de Ruslán y de Liudmila, recibe su primera educación en la atmósfera decadente de finales del siglo XIX. Su padre, a menudo ausente, es un notable filólogo e historiador del arte, profesor de la universidad de Moscú y fundador del museo Pushkin. Su madre, María Mein, es una pianista de talento, discípula de Rubinstein, de origen polaco e intransigente con los devaneos ensoñadores de su díscola hija, a la que en vano intentará corregir: «Tienes un don especial de no mirar a dónde debes, ni lo que hay que mirar…».

Gamayun

De los primeros albores del siglo XX, Marina recibe la influencia de las corrientes acteístas y simbolistas, sobre todo de Anna Ajmátova, Aleksandr Blok y de Ósip Mandelstam, llegando a entablar conocimiento con las grandes personalidades de la intelectualidad de la Edad de Plata rusa. Y aun así, ella no pertenece a ninguna de estas épocas; como el Gamayun las observa de lejos, «exiliada dentro del exilio», escéptica y lúcida frente a los falsos entusiasmos. En su ansia de indeterminación, queda suspendida en la brecha de un tiempo que ni ha sido ni ha llegado todavía:

Unos me creen bolchevique, otros monárquica, otros ambas cosas, y ninguno comprenden de qué se trata.

La esencia de la obra de Tsvietáieva es trágica porque narra lo vivido en la intensidad de la inmediatez. En oráculos, uniendo los presagios, la ficción y la mántica, relata a su manera, como poeta y como mujer, las tres revoluciones que le tocó mal-vivir: la de1905 y las dos de 1919, además de la Guerra Civil, la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, el terror estalinista y el exilio. Joseph Brodsky, gran venerador de la poeta, dirá al respecto:

Lo trágico no le llegó después, en su biografía: había existido desde antes. Su biografía sólo coincidió con lo trágico y le respondió como un eco.

Trágicamente poética, Tsvietáieva escribe su autobiografía en versos como los que le remite a Boris Pasternak (amigo-confidente-mecenas-amante), cuando éste le pide, en abril de 1926, que le haga una presentación para la supuesta publicación de un diccionario bibliográfico de los escritores del siglo XX:

Las cosas que más amo en el mundo: la música, la naturaleza, la poesía, la soledad. Total indiferencia por la opinión pública, por el teatro, por las artes plásticas, los espectáculos. Mi sentido de la propiedad se limita a los hijos y a los cuadernos de trabajo. Si tuviera un escudo, grabaría en él: «Ne daigne». La vida es una estación, pronto partiré: adónde no os lo diré.

La propia escritura ejerce aquí de arúspice desvelando su misterio blasonado: «Ne daigne», «No consientas». La fragilidad de la palabra de Marina se sustenta por esta aspiración a no ceder, a no doblegarse ante la cotidianidad. Sublime sin interrupción, el arte de escribir es una defensa contra el hielo color de tiza y contra «la bota del destino sobre líquido barro»: la batalla ganada a una realidad que a la noche se hilvana como telar de un sueño:

Me niego a vivir
en el manicomio de los monstruos;
me niego a aullar
con los lobos en las plazas.

En sus primeros textos, en Mi Puskhin, relatado desde una mirada de niña-anciana, Tsvietáieva presiente lo que será su vida, unida de forma irremediable a la de Rusia. Ella, como el Gamayun, son seres fatalmente encadenados al curso de los acontecimientos sin poder batirse en retirada. En esta época del saber naciente acontece el encuentro con la poesía, con el poeta sublimado en la figura del negro Pushkin que muere de una bala en las entrañas. La estocada final será la razón del dolor de estómago que persigue al poeta toda su vida: «La eterna acción negra del asesinato del poeta por la gentuza». Del profundo vacío en las tripas procede también esa inquietud, que algunos llaman hambre, y que ella alivió a su manera, comiendo patatas congeladas aquel invierno de 1919-1920, cuando la hambruna se llevó a su hija Irina. Y, mientras, Marina, ajena, mirando un «cielo oxidado» de hojalata… Barriendo, anotando, cocinando, escribiendo, e intentando que no se le fuese también la hija más querida, Ariadna, su heredera trágica, a la que dedicó la primera pieza de lo que sería una trilogía clásica.

Del tiempo de la pequeña Marina, Musía, es también El diablo, reminiscencia semificticia del encuentro precoz con los libros prohibidos:

El diablo vivía en la habitación de mi hermana Valeria arriba -exactamente en donde
terminaba la escalera-, una habitación roja, de raso de seda de damasco con una
eterna y oblicua columna de sol, en donde de manera incesante y casi imperceptible
giraba el polvo.

El diablo-dogo, encerrado en una biblioteca, entabla amistad con la pequeña y le propone un trato: su alma por un instante de eternidad. Musía profiere entonces el primero de los muchos juramentos de su vida: «¡Yo hasta el último suspiro de la muerte permaneceré poeta!». A la edad temprana del despertar, la niña-poeta pierde la inocencia, pero encuentra, a cambio, lo elemental, el elemento que en tantas ocasiones la salvará de las contingencias de lo humano:

El Libre Elemento resulto ser Poesía, y no el mar; poesía, quiere decir, el único elemento, del que uno no se despide nunca.

El trato con lo oscuro y con la nigromancia de los gitanos de Pushkin le servirá, además, de conjuro contra la rutina impuesta a las mujeres. Pese a protagonizar en la intimidad todas las voces de su caudal versal, Tsvietáieva no se libra ni de las mediocres preocupaciones domésticas ni del destino común de las que, como ella, nacieron «damas» en aquel siglo infortunado: «Juro por el Estix que de haber vivido hace ciento cincuenta años, habría sido, sin lugar a dudas, una Dama-Caballero». De ahí se entiende la pasión que le suscita la ambigüedad de la amazona, expresada en Carta a la amazona, como imagen de un «no consentir» el papel adjudicado a la condición de mujer:

Amo a algunas que nunca temieron la batalla.
Que supieron la lanza manejar y la espada,
Más sólo en la prisión de la cuna, lo sé,
Está mi -femenina- común felicidad.

Pero si la escritura para Tsvietáieva es el Elemento, el amor es la esencia elemental. Un amor trágico, imposible como el de Tatiana y Onegin, amor in absentia que acaba arrastrando como una enfermedad crónica y por el cual seguirá «como un perro» a su marido Serguéi Efrón, combatiente del Ejército Blanco, en sus múltiples huidas por Berlín, Praga, París, Moscú, siempre a destiempo y a través del lado equivocado de la historia. En 1912, Marina y Serguei se conocen en el celeste de la playa de Crimea y, de nuevo, surge en la vida de la poeta el juramento: «Nunca nos separaremos. Nuestro amor es un milagro». Sea por orgullo, sea por «no consentir» al desgaste de la promesa, Tsvietáieva experimentará el resto de sus múltiples amores a la sombra de este vínculo sobrehumano con el padre de sus tres hijos. El amor, para ella, no es un estado, es una forma de permanecer en la vida -es la vida-. Por ello, Marina enamorada es sinónimo de Marina en desamor, siempre a la espera «del arco tenso de la ruptura» y presintiendo la caricia como el síntoma de la sutura que habrá que coser a la postre:

Toda la pasión en mí de un desgraciado, no-recíproco, imposible amor. Desde aquel mismo momento no quise ser feliz, y con eso me he condenado al d e s a m o r.

Preparándose para el mal de amores futuro, se muestra déspota, exigente hasta la asfixia e intolerante con los amores presentes. Nadie sale indemne del desgarro de su abrazo. Ni Sofia Párnok, ni Evgueni Lan, ni Sónechka Holliday, ni Abraham Vishniak, ni Borís Pasternak, ni siquiera el anciano y enfermo Rainer Maria Rilke logran sobrevivir a la pasión furiosa de «un alma que no conoce la medida»:

El ser y el no ser en el ser amado: jamás quiero descansar sobre el pecho, ¡siempre quiero entrar en el pecho! Jamás ¡adorar! ¡Siempre perderme (en la infinitud)!

Tal vez, el único más cercano fue el marido tránsfuga al entender que, solo de lejos, protegido en la distancia, era posible conservar a aquella ave insaciable sin abrasarse en su flama:

¡Soy el ave Fénix, sólo en el fuego canto!
¡Sostened, conservad mi elevada suerte!
Me abraso en la altura, me quemo hasta ser pavesas,
¡que la noche os sea más luminosa!
¡Hoguera de hielo, fuente de fuego!
En alto sostengo mi erguido porte,
en alto mantengo mi sublime jerarquía:
¡soy la Interlocutora, soy la Heredera!

También el «suprematismo verbal» de Tsviétaieva, según el calificativo de Severo Sarduy, es resultado de esta misma zozobra del alma que no hace concesiones. Con un sable afilado de signos lingüísticos, la poeta corta el lenguaje, abre heridas de donde brota un magma lírico que es pura música, una partitura rítmica de tildes, guiones, corchetes y paréntesis. La palabra lacerada de Poema del fin o de Carta de año nuevo propone una nueva forma de entender el lenguaje, desde su descomposición, desde el origen en el que todas las significaciones eran una posibilidad de ser, o de no ser. Leer, es, así, volver a escribir el poema desde el hálito genial de quien así lo concibió: des-ha-cién-do-se.

En 1939, Tsvietáieva rompe su promesa y consiente. Atendiendo a los deseos de sus familiares, vuelve con ellos a la Unión Soviética, aunque ella sabe-adivina-predice las consecuencias fatales de tal consentimiento: Serguéi-Serioschka será ejecutado, Ariadna-Alia torturada y pasará casi diez años en campos de trabajo del Gulag, y el último hijo, Gueorgi-Mur, se convertirá en un huérfano a los dieciséis años, y morirá poco tiempo después en su primer combate junto a cientos de soldados inexpertos del Ejército Rojo en Bielorrusia.

Dice la leyenda que el Gamayun muere cuando le arrancan su canto. El 31 de agosto de 1941, al arrebol, como ella quiso, sin la Iliada a mano, como a ella le hubiese gustado, Tsviétaieva escribe su última nota de despedida a Mur y se ahorca:

A papá y a Alia diles, si los ves, que los amé hasta el último minuto y explícales que caí en un callejón sin salida.

Nadie sabe el lugar exacto donde se encuentran los restos de la poeta, ajena como siempre en su paso por el tiempo. Tan sólo piedras, el ónfalo de Delfos, delatan el rastro de la Sibila, encorvada ya de tanta clarividencia en una Rusia que ya no es, ni volverá a serlo.

5 comentarios en “Marina Tsvietáieva: poemas de una amazona desde el después de Rusia

  1. La poesía ya es la expresión de quienes cayeron en un callejón sin salida de la cotidianeidad, de la incapacidad para tolerar las miserias humanas. El paso del zarismo al totalitarismo estatista no significa más que el incremento de malas vivencias, sobre todo para personas que tienen la audacia de construir modelos inaccesibles para sus vidas.

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  2. qué contraste furioso entre esos hielos desgarrantes y la imbatible pasión de esta autora
    Me precio de llevar sangre rusa…pero no habría cabido en mi delgada piel tanto horror,
    tanto padecimiento…
    su final, el de su vida, parece no poder haber sido sino el que eliigió…

    cuánto es capaz de soportar un corazón humano…Quién «toma las medidas del corazón del hombre»

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