¿Ha de existir un «canon literario»? Algunas reflexiones sobre el concepto

Epicuro-García-Gual-AlianzaPolicleto abordó la idea del canon en un texto perdido, titulado κανών (Kanón), en el siglo V a. C., cuyas ideas fueron plasmadas en sus obras Doríforo o Diadumeno. Entre otros principios, destacan la diartrosis, el contraposto o la conocida proporción de las siete cabezas. Dos siglos después, Epicuro desarrolló su canónica en la epístola a Heródoto. Para el filósofo hedonista, el canon es la teoría que permite el criterio cognoscitivo, a través del cual podemos diferenciar lo verdadero de lo falso. Hay una relación indisoluble entre la epistemología epicúrea y su valor ético. Debido a que plantea una filosofía materialista, de carácter sensualista, la realidad de las cosas ya no depende de entidades suprasensibles, sino que es el propio ser humano quien tiene la responsabilidad de discernir entre la verdad y la falsedad. Esto tiene una especial importancia, ya que para Epicuro no puede ser feliz aquel que es ignorante. De esta forma, el ser humano conquista su potencial para erigir un sentido que le es propio, y destruye esa noción bajo la cual hay un destino que guía inexorablemente su vida. Esta construcción vital estará orientada a la consecución del placer, como así leemos en la Carta a Meneceo: «El placer es principio y fin del vivir venturoso». El canon que plantea Epicuro perseguirá por tanto la sensata satisfacción de las pasiones, una postura que heredarán las teorías clásicas de la crítica del arte hasta las vanguardias, frente a la visión racionalista de muchos críticos contemporáneos. Un ejemplo de la crítica que apela a la absoluta racionalidad es G. Maestro, quien llega a afirmar cosas como que «el que acceda a la literatura en busca de placer que se compre un consolador». La vehemencia de este teórico literario arremete contra los planteamientos de aquellos que, según él, caen en absolutos relativismos y justifican sus tesis a través de afecciones psicológicas que vuelcan sobre la obra artística, alterando así su significado o su «material literario», en el caso de la literatura. Desde luego sería interesante plantear hasta qué punto es eludible la proyección de ideas y emociones propias en la obra en el proceso de la crítica del arte.

Epicuro Obras completas CátedraUno de los autores que más influencia ha tenido en las últimas décadas en la construcción del canon literario es, sin duda, Harold Bloom. Este crítico estadounidense, para justificar la existencia del canon, y con ello también su propuesta, recurre al siguiente argumento. Hay un canon, y debe haberlo, porque se da una incompatibilidad entre el intento de conjugar la finitud de la vida con la (casi) infinita producción literaria que existe, y es por eso que se debe construir, a partir de criterios objetivos, un catálogo de autores y obras que tengan preminencia sobre el resto. Ahora bien, los criterios de selección de las obras por parte de este crítico parecen responder más a criterios ideológicos, alejados de la imparcialidad. Él mismo declara que «de Shakespeare en adelante, nadie ha vuelto a descubrir o reutilizar la pólvora de la originalidad». En la entrevista que concedió en 2014 al periódico El País, Bloom aseguraba que «hoy día nadie hace nada radicalmente nuevo». En muchas ocasiones oímos que hay una falta de perspectiva con respecto al tiempo que nos es propio, que impide una correcta visión del momento por falta de herramientas con las que analizarlo. Sin negar esto en rotundo, lo que observamos es que a menudo esas razones son la justificación de una falta de compromiso con el presente, como si se hubiese alcanzado una plena comodidad echando el ancla hacia el pasado. El corte radicalmente anglosajón del canon de Harold Bloom no es sostenible desde el momento en el que vemos cómo se impregna a todos los autores de Shakespeare. Así, el dramaturgo inglés da nombre al capítulo primero de El canon occidental, considerándolo «el centro del canon», como si fuese la substancia infinita de la que todo se compone y de la que todas las cosas forman parte. Como por imperativo había que incluir en el canon occidental a autores hispanohablantes, Bloom añade a su lista a poetas como Neruda, tan prescindible en comparación con la larga lista de los más grandes poetas en la historia de la literatura en español. Incurrir en semejante dislate tiene tres explicaciones: que Bloom no le haya prestado demasiada atención a buena parte de los autores que no escriben en su lengua; que los haya leído y que no haya sido capaz de valorar adecuadamente la calidad de muchos de estos escritores; que se la haya concedido pero solo de puertas hacia dentro, y a la hora de diseñar el canon no los incluyese por conveniencia. Según defiende el propio Bloom, su canon sigue un criterio que deja de lado consideraciones filosóficas, éticas o políticas, para abogar por una estética separada e independiente (como si algo así fuera posible). El resultado de semejante criterio, ingenuo (o torticero) donde los haya, es una actitud totalmente acrítica y desprovista de argumentos sólidos que respalden su selección de obras y autores.

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Jorge Luis Borges, gran reivindicador de la literatura anglosajona (su segunda lengua era la inglesa y su primera lectura del Quijote fue en inglés), también compuso un canon literario, elaborando una lista de los cien mejores libros de la literatura universal, una tarea que jamás llegó a finalizar, pero que nos dejó una larga lista de títulos de una formidable variedad. Borges no se dedicó a justificar su selección, pero podemos advertir en ella uno de los rasgos más atractivos de su propia obra: la armonización de miles de literaturas. En Textos cautivos declara lo siguiente:

Novalis, memorablemente, ha observado: «Nada más poético que las mutaciones y las mezclas heterogéneas». Esa peculiar atracción de lo misceláneo es la de ciertos libros famosos.

Otro gran referente del canon es David Dubal, aunque en este caso en lo que se refiere a la música, con su El canon esencial de la música clásica. Este compositor y crítico musical defiende la necesidad de un canon sobre todo desde de la aparición de la música en plataformas físicas. Debido al fácil acceso que tiene el gran público a una ingente cantidad de música grabada, es necesario saber de qué prescindir puesto que no podemos escucharlo todo. A todos estos autores que intentan recapitular la historia de la música o la literatura en unos cientos de páginas (tarea más laudable que factible), los aúna una idea que la filósofa Lydia Goehr expone en su obra El museo imaginario de las piezas musicales: el imperialismo conceptual. Con este término se plantea una cuestión ampliamente debatida en la antropología, el etnocentrismo, pero extrapolada al ámbito artístico. Como habíamos apuntado, un canon no puede estar en ningún caso alejado del contexto en el que surge, ni tampoco de los intereses particulares de su artífice. Que los criterios se expliciten o no será una cuestión de honestidad por parte del autor. Para Goehr, la condición inmaterial de la música, y por ende su limitación mimética, conlleva una dificultad añadida a la hora de ligarla a un contexto. Una larga tradición filosófica ha entendido que, precisamente, ese rasgo inmaterial de la música elevaba esta disciplina artística por encima del resto, acercándola a algo así como el espíritu, y con ello a estados extáticos o trascendentes. El mismo Arthur Schopenhauer plantea que en la experiencia estética y en la contemplación de la belleza el receptor experimenta una salida de sí mismo, alejándose de su individualidad.

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El error en el que cae Lydia Goehr consiste en entender que existen realidades no materiales, que pertenecerían a espacios trascendentes, es decir, que al plantear su noción de la música incurre en metafísica. Hablar de que la música tiene un carácter inmaterial o trascendente no tiene cabida más que como tarea doxográfica. De ahí que otros conceptos que plantea Goehr en su obra también sean erróneos. En su explicación de la emancipación de la música respecto de lo extramusical, por ejemplo, la autora recurre a lo que denomina «separabilidad». Esta idea defiende la posibilidad de abstraer la música de los elementos a los que estaba ligada en el momento de su surgimiento. Desde el momento en el que se puede apreciar una obra «separada», los elementos vinculados a la pieza musical desaparecerían. Estaríamos hablando por lo tanto de algo así como una obra autónoma, abstraída, algo muy en consonancia con la llamada «muerte del autor» que plantean Foucault o Derrida. Lo que Goehr no tiene en cuenta al plantear esta idea es el principio de symploké, expuesto por Platón en El sofista, concepto bajo el cual la realidad se explica como un conjunto de elementos que no pueden estar todos en relación con todos (pues se estaría planteando un monismo inmóvil), ni tampoco pueden estar ellos en relación con nada (pues se estaría negando directamente la existencia del mundo).

La tempestad shakespeare.jpgDesde luego, la idea de «separabilidad» beneficiaría enormemente a cualquiera que pretendiera establecer un canon, o que ya lo haya hecho, pues la separación de una obra artística de su contexto evitaría en todo caso la crítica realmente efectiva. El estatus de las obras artísticas que hubieran sufrido «separabilidad» sería incuestionable y fijo, a lo cual ayudaría el paso del tiempo y la falta de su estudio histórico, algo que bajo estas nociones podría no ser ya necesario, pues una obra sería susceptible de apreciarse de forma autónoma. Esta «separabilidad» sería un intento de descontextualización, pero un intento y nada más (recordemos la anterior idea de symploké). Una obra artística, ya sea musical o literaria, una vez canonizada, no podría ser reinterpretada, pues la homogeneidad de su recepción sería incuestionable. Así funciona en buena medida la institución museística, en la que, bajo su contexto y amparo, las obras quedan resguardadas de cualquier crítica realmente transformadora. Ésta es una de las ideas que Marcel Duchamp planteó con la inclusión de objetos cotidianos en el museo, sugiriendo que arte podía ser cualquier cosa que quedase expuesta dentro de él.

En todas las ideas que hemos recorrido hay una filosofía de fondo, que puede ser explícita, o implícita en muchos casos. Incluso en Harold Bloom, que, como señalábamos, defiende un alejamiento de criterios filosóficos para la configuración de su obra, rige implícitamente una filosofía que articula su concepción del canon. Y es que la alternativa a ignorar la filosofía no es no tenerla, sino tener una mala.

4 comentarios en “¿Ha de existir un «canon literario»? Algunas reflexiones sobre el concepto

  1. Esta aproximación pone en evidencia, nuevamente, sobre la imperiosa necesidad del ser humano cuando intentar reducir la arrogancia fatal que lo caracteriza, que le conduce a cuestionar o derogar teorías que le refutan, ya que muchas veces ha adquirido dependencia de sus supersticiones. Ignorando que la crítica (o canon) es la única herramienta que nos permite mejorar nuestros conocimientos defectuosos.

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  2. Es un tema este que me deja un tanto confuso, incluso diríase que semeja un mundo kafkiano. Desde luego que Harlod Bloom no es infalible. Me encanta Shakespeare, pero no parto de él para explicar la literatura, que es muy anterior a él. Incluso, rizando el rizo, Shakespeare tampoco dice nada nuevo, ¿Acaso no lo dijeron ya los griegos? No es más que una ironía. De hecho, acabo de descubrir a Coetzee, ¿y qué? ¿que no dice nada nuevo? Yo creo que es un gran escritor, sin necesidad de sacar la varita mágica del método comparativo. Cada lector tiene su criterio, su filtro, su crítica… ¿un canon? Me parece absurdo, desmedido afán de categorizar aquello que no admite de categorías…
    Saludos cordiales

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