Albert Camus comenzaba su célebre ensayo El mito de Sísifo con una aseveración un tanto polémica: sólo existía un problema filosófico verdaderamente serio, y ese era el del suicidio. Ya entre los antiguos griegos este había sido un asunto de primer orden, y Heródoto escribió: «Cuando la vida es tan pesada, la muerte se convierte para el hombre en un refugio codiciado». Durante los próximos siglos, prácticamente todos los intelectuales fueron acosados por la sombra de la muerte voluntaria, entre los que encontramos a Schopenhauer, que establecería una nueva e interesante pauta analítica: quien se suicida, lejos de rechazar la vida, lo hace justamente ante la imposibilidad de abandonar sus ansias vitales, rehusando únicamente las condiciones particulares que le fueron presentadas; Albert Caraco, que afirmaba que «la vida eterna es un sinsentido, la eternidad no es la vida, la muerte es el reposo al que aspiramos, vida y muerte están ligadas, aquellos que demandan otra cosa piden lo imposible»; Gilles Deleuze; el joven Carlo Michelstaedter o el oscuro Philipp Mainländer, que buscaba a través de la muerte regenerar al Dios primordial que, dicho sea de paso, había decidido extinguirse, hastiado del peso de Ser. Algunos de estos pensadores optaron precisamente por esa salida, por un abrupto punto final. No sólo en el campo de la filosofía encontramos ejemplos de este estilo; podríamos señalar algunos de los más mentados en el mundo literario: Chamfort, Jacques Vaché, Horacio Quiroga, Ernest Hemingway, La Rochelle, Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones, Stefan Zweig; pero tomando prestada la expresión a García Márquez, podría decirse que la vida y obra del poeta que nos ocuparemos, Jacques Rigaut, fue la «crónica de un suicidio anunciado».
En la París surrealista de la década de 1920, donde rebullían personajes de la talla de Dalí, Buñuel, Picasso, Cocteau, Domínguez, Breton y tantos otros, Jacques Rigaut paseaba al borde de los infinitos abismos que rigen la interioridad del artista, y le daba vueltas y más vueltas a aquella idea: la de poner fin a la propia existencia. Incluso, llegó a considerar el suicidio como «una de las Bellas Artes». Nacido en París el 30 de diciembre de 1898, en su juventud engrosó las filas del movimiento dadaísta, nacido en Suiza en 1916 como una reacción a las dificultades sociales, espirituales y filosóficas que asolaban el mundo entero por aquellos años y, muy especialmente, el continente europeo. Perteneció al grupo Littérature y fue uno de los colaboradores de La Révolution Surréaliste (1924-1929).
Desde sus comienzos, Rigaut centró toda su atención y potencialidad creativa en el problema de la autodestrucción, una obsesión que no se limitaba a la expresión artística: solía dormir con un revólver debajo de la almohada. En efecto, Rigaut concluyó que un suicidio exitoso representaría la principal ocupación en la vida. Bajo la influencia de personajes como el mentado Vaché y del extravagante Alfred Jarry, comenzó redactando pasajes como el siguiente, que recuerdan a la filosofía del absurdo de Albert Camus:
No hay motivos para vivir, pero tampoco hay motivos para morir, la única manera con que se nos permite demostrar nuestro desdén por la vida es aceptarla, la vida no merece que nos tomemos el trabajo de abandonarla…
Con semejantes maestros, Rigaut no podía quedarse atrás, y su personalidad heteróclita emergió sin ningún tipo de limitación. Forma parte de su leyenda, por ejemplo, que gustaba de coleccionar botones: en la vía pública solía aproximarse a los transeúntes y sustraía de sus prendas los botones previamente seleccionados. Se dice que recabó una copiosa colección en la que podían hallarse, incluso, los botones dorados que adornaban los uniformes de los oficiales de policía. Al parecer, esta actividad tenía una trasfondo metafísico, pues el perpetrador creía que atesorar un botón robado era, de alguna manera, haber poseído a su antiguo dueño. Asimismo, fundó la Agencia General del Suicidio, que se encargaba de facilitar a los futuros suicidas todo lo necesario para el acto final. Ofrecía las siguientes tarifas: electrocución, 200 francos; revóler, 100 francos; veneno, 100; inmersión, 50; muerte perfumada, 500; ahorcamiento (suicidio para pobres), 5, con un suplemento de 20 francos por metro de soga y 5 más por cada 10 centímetros suplementarios.
Con ese título bautizó a una de sus creaciones poéticas, creando una suerte de eslogan publicitario para el sombrío emprendimiento:
Agencia General del Suicidio
La autodestrucción como acto de fe,
como bandera,
como norte total e inexcusable,
como justa rebelión,
como protesta,
como arma letal contra uno mismo,
como risa final,
como método justo de vaciarse,
como máscara o pose –que es lo mismo–,
como efecto aceptado, irreversible,
como par de la vida,
como guerra interior no declarada,
como peligro urgente y necesario,
como razón del justo y el tirano,
como expresión moderna y muy en boga,
como lucha interior introspectiva,
como forma de crítica al sistema,
como terapia absurda y consecuente,
como remedio justo contra el cáncer,
como claudicación,
como mordaza,
como final también,
como principio…Como negocio, en fin,
seguro y cierto.Se admiten asociados
en cómodo sistema de franquicia
o accionistas solventes sin escrúpulos.
El espíritu del poeta era una extraña y lastimosa combinación de estoicismo y hedonismo, puesto que no sólo el dolor sino la ausencia del placer era para él una fatalidad. También en él convivía la dualidad típica en todo intelectual humanista: un egoísmo arrogante y una generosidad desmedida. De seguro, también en él lucharon ángeles y demonios, las fuerzas del bien y las del mal, dividido entre la salvación o la redención final o dejarse arrastrar al cenagoso y oscuro fondo del abismo.
Marcel Duchamp nos dejó la impresión que le causó el poeta condenado: «Rigaut no tenía la rigurosidad de Breton, esa especie de deseo de demostrar todo con fórmulas y teorías. Era mucho más divertido estar con él que con los otros, que eran sistemáticos en su empresa de destrucción». El artista norteamericano Man Ray (1890-1976), que visitó París en 1922, conoció a Rigaut y sobre él diría: «Rigaut era, de todos, el mejor vestido y el más hermoso; se correspondía con la idea que yo me había hecho del dandy francés, aunque sus labios tuvieran una arruga bastante amarga».
En su Antología del humor negro, André Breton, que conoció y acaudilló a Rigaut en los círculos surrealistas franceses, nos dice lo siguiente acerca del personaje:
El estoicismo, dice Baudelaire, religión que sólo tiene un sacramento: el suicidio. Pese a que desde muy pronto el suicidio haya adquirido para él este valor de sacramento único: es una religión muy diversa al estoicismo la que habría que atribuir a Jacques Rigaut. La resignación no es su fuerte: para él no sólo el dolor sino también la ausencia de placer es un mal intolerable. Un egoísmo absoluto, flagrante, cohabita en él con una generosidad natural que confina con la suprema prodigalidad, la de la misma vida constantemente ofrecida, dispuesta a perderse por un sí o por un no. El más bello regalo de la vida es la libertad que nos permite abandonarla a nuestra hora, libertad al menos teórica pero que quizá vale la pena conquistar a través de una lucha encarnizada contra la cobardía y todas las trampas de una necesidad hecha hombre, en relación demasiado oscura, demasiado poco continua con la necesidad natural. Jacques Rigaut se condenó a sí mismo a muerte hacia los veinte años y esperó impacientemente, hora a hora, durante diez años, el momento perfectamente adecuado para acabar con sus días. Era, en todo caso, una experiencia humana cautivante a la cual supo dar el tono semitrágico, semihumorístico, que le era peculiar. Las sombras de Petronio, de Alphonse Rabbe, de Paul Lafargue, de Jacques Vaché, funcionaban como señales a lo largo de una vía custodiada también por algunos héroes enojosamente diversos a quienes les llamaron a la existencia sensible. ¿Quién es el que no es Julián Sorel? Stendhal. ¿Quién es el que no es el Sr. Teste? Válery. ¿Quién es el que no es Lafcadio? Gide. ¿Quién es el que no es Julieta? Shakespeare. Jacques Rigaut, cuya ambición literaria se había limitado a querer fundar un periódico cuyo título es bastante expresivo, Le Grabuge, desliza cada noche un revólver bajo la almohada: es su tributo al tópico de la noche buena consejera y a la manera de acabar con los malhechores de dentro, es decir, con las formas convencionales de adaptación. Baudelaire dice también: «La vida sólo tiene un encanto cierto: es el encanto del juego, pero ¿y si nos resulta indiferente ganar o perder?». Rigaut gira en torno a esta indiferencia sin alcanzarla pero el juego sigue. Correr su suerte, en caso de duda más o menos desgarradora, adquirir la certeza a cara o cruz. Se considera un personaje moral: pero entendámoslo bien: visto el mismo carácter de su resolución, despidámonos con él de la comodidad. El eterno dandismo está en juego: Yo seré un gran muerto. Intentad, si podéis, detener a un hombre que viaja con su suicidio en el ojal. Ha viajado curiosamente como el bostezo de Chateaubriand hasta nosotros: Imprudencia: el hombre que bosteza ante el espejo. ¿Quién de los dos se cansará antes de bostezar? ¿Quién ha bostezado primero? De mandíbula a mandíbula: mi bostezo se desliza hasta la hermosa americana. Un negro tiene hambre, una muchacha se aburre: soy yo que he bostezado. Siempre se puede saltar de un Rolls-Royce, pero, cuidado: marcha atrás. Después de mí, el diluvio. Estas palabras no le sugieren otra idea que proseguirse en su ascendencia, coleccionar los muertos un poco válidos en el curso de su vida, dar a su destino la pequeña vuelta de manivela que los bifurca. Sólo queda por encontrar el vehículo. Es la carrera de las diez mil libras de Jarry aplicada a la vida mental.
Sin embargo, dentro de la desesperación del artista, nunca abandonó la búsqueda de una respuesta, de una verdad, del Absoluto en que pudiera echarse a reposar como el «hombre del colchón» del que hablaba Unamuno. En 1928 escribía:
Respondo de mis 24 horas, de mis 70 arrugas, de mis 30 años, de mis presagios, de mis amores, de mis deudas, de mis soledades. No hay más solución que plantear el problema y detenerse. Quien responde: No hay respuestas, se condena. Los que no respondan, abandonarán el juego; la partida ha de continuar con los que sigan buscando.
Recordemos aquí, sin embargo, lo dicho por Breton: a la edad de veinte años, Rigaut había decidido su destino. Extraña psicología, la del hombre que se sabe condenado pero, indiferente a la idea de la nada y del no-ser, continúa su camino con toda tranquilidad, en definitiva, como «un hombre que viaja con su suicidio en el ojal». Podría establecerse una analogía con los actores: saben desde el primero momento la suerte que correrán sus personajes y, aun así, deben componer a ese otro con pelos y señales, sentir cada brisa sobre el rostro y cada lágrima derramada, avanzando como prisioneros de una inercia externa hasta el patíbulo. En otra ocasión, Rigaut no dudó en aclarar: «No olviden que yo no puedo verme, que mi papel se limita a ser el que mira el espejo».
Entonces ¿cómo se convive con el constante pensamiento y, sobre todo, con la intencionalidad de la auto-aniquilación? En uno de sus escritos, Mis suicidios, Rigaut compone un breve relato que no puede menos que recordarnos al célebre Matías Pascal de Pirandello y que, asimismo, deja expuesta la cotidianidad del poeta:
La primera vez que me maté lo hice para aturdir a mi querida. Esta virtuosa criatura se había negado bruscamente, cediendo al remordimiento –según decía–, a acostarse conmigo, a engañar a su amante, su jefe de oficina. No sé muy bien si yo la amaba; sospecho que quince días de separación habrían disminuido de manera notable la necesidad que de ella sentía. Pero su rechazo me exasperó. ¿Cómo atraparla? ¿Ya he dicho que ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para aturdir a mi querida. Perdóneseme este suicidio en consideración a mi extremada juventud por la época de semejante aventura.
La segunda vez que me maté lo hice por pereza. Pobre, con un horror prematuro por toda ocupación, un día me maté sin convicción alguna, tal como había vivido. No fue una muerte demasiado rigurosa, a juzgar por la floreciente catadura que hoy tengo.
La tercera vez… Voy a eximirlos del relato de mis otros suicidios, siempre que consientan ustedes en escuchar éste: acababa de acostarme, después de una velada en la que mi hastío no había sido, ciertamente, más asediante que las demás noches, y tomé la decisión y, al mismo tiempo –lo recuerdo con precisión absoluta–, articulé la única razón para hacerlo. Y ahí mismo, ¡zas!, me levanté y fui en busca de la única arma que había en la casa, un pequeño revolver adquirido por uno de mis abuelos y cargado con balas igualmente viejas (en seguida veremos por qué insisto en este detalle). Acostado desnudo en mi cama, desnudo me hallaba en mi habitación. Hacía frío. Me apresuré en sumergirme bajo las mantas. Había armado el gatillo y sentí el frío del acero en mi boca. Parece verosímil que en aquel momento había sentido latir mi corazón, tal como lo sentía al oír el silbido de un obús antes de estallar, como en presencia de lo irreparable aún no consumado. Oprimí el disparador, el percutor cayó, pero el balazo no se produjo. Entonces deposité el arma en una mesita, probablemente riéndome con alguna nerviosidad. Diez minutos más tarde, dormía. Creo que acabo de hacer una observación algo importante, tanto que ¡naturalmente! Va de suyo que ni por un instante pensé en un segundo disparo. Lo que interesaba era haber adoptado la decisión de morir, no que yo muriera.
El tedio y un hombre al que no se le escatiman tedios encuentran quizá en el suicidio la consumación del más desinteresado gesto, ¡siempre que no sienta curiosidad por la muerte! No sé en absoluto cuándo ni cómo he podido llegar a pensar así, lo cual, por lo demás, no me fastidia. Pero he ahí, sin embargo, el acto más absurdo, y la fantasía en su fuente, y la desenvoltura más lejana que el sueño, y el más puro compromiso.
Fue Camus quien sentenció: «Un gesto como ése [el suicidio] se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra». De esa forma, fiel a su idea de que el suicidio era una suerte de obra de arte, de metáfora poética, Rigaud había estado preparando su muerte a lo largo de diez años. Finalmente, el 5 de noviembre de 1929, a la edad de 30 años, y tal y como había anunciado, se suicidó con un arma de fuego. Utilizó una regla para asegurarse de que la bala atravesaría su corazón.
Breton escribió sobre el acto final:
Finalmente, el 5 de noviembre de 1929 ha llegado el instante. Jacques Rigaut, después de minuciosísimos arreglos personales y aportando a esta especie de salida toda la corrección exterior que exige –no dejar nada fuera de sitio, prevenir por medio de almohadas toda eventualidad de temblor que pueda ser una última concesión al desorden– se dispara una bala en el corazón.
La atormentada vida de Rigaut y su trágico pero lógico desenlace final llevaron a su amigo Pierre Drieu de La Rochelle a escribir dos textos inspirados en la memoria del difunto: Fuego fatuo y Adiós a Gonzague. Allí, el autor hace una especie de mea culpa por no haber sido capaz de evitar su suicidio, y traza una desgarradora sentencia en su diario: «Yo te maté Rigaut, yo te maté». Drieu estaba convencido de que no haberle hecho caso a Rigaut en sus últimos tiempos, no haberse tomado en serio sus amenazas de suicidio y no acusar recibo de las largas temporadas que pasó en diversos en sanatorios lo convertían en cómplice de su muerte. Lo cierto es que nadie podría haber evitado no inevitable. Vuelvo sobre la aseveración de Breton: ¿quién puede detener a un hombre que lleva un suicidio en el ojal?
Entre las obras de Rigaut destacan Agence Générale du Suicide, Et puis merde!, Papiers Posthumes y Lord Patchogue.
Según Ernesto Sábato: Es mejor definirlo como la muerte por propia decisión, donde continuar viviendo solo se justifica por solidaridad con los más cercanos.
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Seguro que ya lo sabéis, pero hay una hermosa película de Louis Malle, Le feu follet, de 1963, inspirada en el cuento de Pierre Drieu de la La Rochelle del mismo nombre y que retrata de una manera muy libre los últimos días de la vida de Jacques Rigaut. Pierre Drieu de La Rochelle, por cierto, también acabó suicidándose.
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Gracias. Muy buena información.
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