Todos somos sofistas

¿No llama Lisias sofista tanto
a Platón como a Esquines?
Elio Aristides

¡Sofistas! ¡De su presencia inicua, corruptora de la racionalidad, no puede provenir sino el error, la vanidad, el desafío a la ortodoxia! Así debe expresarse quien exalta la posibilidad de dirimir con suficiencia cualquiera de las aporías a las que suele conducir la razón. Y no son pocas, si ha de tenerse en cuenta el reto que implica encontrar un solo problema filosófico resuelto. Curiosamente Platón, a quien debemos inicialmente el ostracismo a que ha sido conducida la sofística, ilustra con suficiencia, principalmente en sus Diálogos menores, los motivos por los cuales algunos de los contradictores de Sócrates deben ser atendidos con mayor interés.

No debemos en todo caso ser injustos con Platón; cualquier juicio que se emita sobre él, si es radical, es igualmente arbitrario. La vasta tonalidad de sus escritos no merece una sentencia irrevocable como la que a veces se le atribuye. En ese mismo sentido, los sofistas, y su amplitud, deben ser apreciados con mayor detalle. La trivialización a la que han sido sometidos es en la mayoría de casos una deformación que se fabula ante la exigencia de enfrentarse a sus planteamientos. Y es que el antagonismo maniqueo que contrasta filósofo y sofista es en realidad una caricatura grotesca y pérfida. Esta dicotomía, del todo desacertada e injusta, establece una de las primeras muestras de señalamiento, de marginamiento y exclusión derivadas de una razón unidimensional.

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El movimiento sofista, nacido en el seno de la sociedad griega del siglo de Pericles, ha sido en buena medida estereotipado de una manera bastante negativa. Analizada contextualmente, su aparición tiene una significación en la que la necesidad de introducir un ámbito crítico, en el cual la discusión y el debate público sustentarían la inmersión en la democracia griega, tendría un enorme impacto que desbordaría la esfera política para enmarcarse en una pretensión más vasta como lo fue la introducción en un ambiente educativo sin precedentes. Y es que, en efecto, los sofistas fueron en realidad los promotores de un movimiento educativo cuyos alcances, pretensiones, temáticas y procesos tuvieron no pocos beneficios para el enriquecimiento de la cultura en la cual se gestaron.

Atribuirles un impacto negativo no puede sino provenir de una mentalidad estrecha, que ignore además la amplitud temática que abordaron. Cuando se especifican los temas en los cuales discurrieron se destaca ante todo la imposibilidad de distinguirlos de los que comúnmente habían adoptado los pensadores presocráticos y, en general, la filosofía.

Cuando se da a los sofistas una mirada de repudio es imprescindible preguntarse: ¿y si quien execra la sofística fuese el mayor sofista? ¿Y si la pureza de la razón fuese ante todo el mayor de los engaños sofísticos? Asumir una razón libre de prejuicios, marginada de intereses, incondicionada, parece ser, al fin y al cabo, la consigna de quien precisa escindir sus posibilidades de discernimiento en sólo dos ámbitos: la verdad y el error. Pero, inmersos en un territorio más complejo y difuso, sofistas somos todos, y esta consideración deriva, por supuesto, de una toma de posición previa, de un presupuesto determinado por la imposibilidad de encontrar una validez absoluta que legitime los alcances, o en algunos casos también los desvaríos, de la razón.

El sofista tiene una más acertada idea de la constitución de nuestra racionalidad. Si cree que el hombre es la medida de todas las cosas (Protágoras) no está expresando una trivial recurrencia al relativismo; destaca, en cambio, y descubre también por primera vez en Occidente, un mundo: la interioridad. No es otra la importancia que les atribuyó el mismo Husserl, quien supo destacar el camino emprendido por la sofística al escudriñar un mundo que poco había sido explorado. Todo el conjunto de apreciaciones en las cuales se dejaba a un lado la exterioridad para indagar sobre ese espacio desconocido que la Modernidad habría de identificar como el campo subjetivo, sustenta las vías de acceso que conducen a los itinerarios que la filosofía abordaría una vez tomara conciencia de la intimidad.

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Estimar que el sendero de engaño persuasión expresado por la sofística no sea más que el atributo específico de una perversidad, deriva fundamentalmente del hecho de no poder comprender el asunto desde sus propias raíces. Lo que se destaca como engaño es precisamente el rótulo negativo que da Platón, no sólo a ellos sino al arte en general, al mundo de la doxa. Inmersos precisamente en este contexto, los sofistas le devuelven al mundo su problematicidad, su variabilidad, su necesaria constitución ficcional y expresión creativa. Cuando Nietzsche les atribuye el calificativo de realistas y les asigna por ende su verdadera importancia, les confiere la significación de la cual son poseedores: a ellos la filosofía les debe la plenitud de un discurso plural y crítico, definido por la inmersión contextual de los asuntos que se abordan, ajeno a la idealidad metafísica de las verdades últimas, precisado por la líquida constitución de nuestra racionalidad.

Así entendida, la razón se convierte en conducto por medio del cual se asume la amplitud que demanda concebir las distintas visiones de mundo. Conforme a ello, la racionalidad descubre la posibilidad de encontrar un proceso en el que se destaquen los matices y se afiancen las diferencias. De esta manera, los sofistas fueron quienes explicitaron una realidad que demanda la recepción de la complejidad a la cual la democracia ateniense y, en general, cualquier hombre pensante, tiene que enfrentar. Una Verdad, así como una Razón, destinadas al descubrimiento de un pensamiento único no pueden sino ser rechazadas en una polis democrática.

Una razón pura, ordenada, inmaculada, ideal, converge en totalitarismo o en dogmatismo, sea cual sea su pertenencia. Por eso, no seremos nunca demasiado indulgentes con la sofística, esa veta de pluralismo, de engaño necesario, de ficción renovada, de racionalidad hermenéutica avant la lettre. La razón sofística es múltiple porque ella no da cuenta de una verdad, al menos, no de una que esté completamente fundada. Gracias a los sofistas, esos filósofos del quizá, podemos extraernos del purismo racionalista y pensar, sospechar, inquirir, donarles a las cosas y a nosotros mismos un periplo en cuyas posibilidades bogamos al margen del fundamentalismo.

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3 comentarios en “Todos somos sofistas

  1. «Una razón pura, ordenada, inmaculada, ideal, converge en totalitarismo o en dogmatismo, sea cual sea su pertenencia».

    Se escucha bastante dogmático.

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  2. Saludos señor Abad.

    Muy interesante la nota sobre los llamados «sofistas», esos hombres avenidos a maestros que introdujeron en Atenas una nueva forma de oralidad, y porque no, una racionalidad diferente.

    Curiosamente fue con el pasar del tiempo que el sinónimo de «sofista» se volvió un asunto despectivo entre los helenos. Queda la duda, aunque lo más probable es que sí, si Sócrates fue un sofista también.

    Condenado por otros motivos, quiso apartarse de la tradición de cobrar por las enseñanzas, guiando a los hombres no a pagar por el conocimiento, sino, a que se conocieran a sí mismos. De ahí que su discurso sea interesante.

    Un abrazo y saludos de otro compatriota pereirano. Abrazos.

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