La poesía extática de Eunice Odio: «Los elementos terrestres»

Eunice Odioo.jpg«Cuando tengo costumbre de nacer,

Donde bajan los huesos temporales.»

Poema sexto, Creación

Caminaba errante por las calles, tenía ocho años y por primera vez pisó una escuela. No era suficiente. Aprendió a leer en dos días e invertía en libros el tiempo de las clases con la misma pasión del que explica una idea recién concebida. Fue premiada por ser una alumna excelente. A los dieciséis conciertan su matrimonio y dos años y medio después logra zafarse.

La vida de Eunice Odio (1922-1974) transcurre bajo las estrellas. Hundía las raíces en España, sus padres eran cubanos y ella cruzó de puntillas por tres nacionalidades distintas. Había dedicado su vida al movimiento, a levantar la vista y sentirse más de las estrellas que de barro. Y es el barro, el barro mitológico que moldea Prometeo y del que nace el ser humano, la esencia de los elementos que después la poeta, con aire demiúrgico, acogerá y transformará en su obra.

En 1945 se publican sus poemas en la revista Repertorio Americano, fundada y dirigida por Joaquín García Monge, revista en la que también se inscribieron nombres como Pablo Neruda o Gabriela Mistral. Dos años después gana con su primer volumen, Los elementos terrestres, el Premio Centroamericano de Poesía 15 de Septiembre. Un año más tarde, en 1948, ignorada por la crítica y el círculo intelectual costarricense, publicaría el poemario en Guatemala.

La editorial Torremozas vuelve a sacar a la luz este primer volumen y otros poemas que la poeta fue publicando a lo largo de su vida en distintos medios. El volumen se compone de ocho poemas en verso libre, estructurados en diferentes partes, que siguen una línea central. Eunice movió la poesía como un hilo con la habilidad de urdir la germinación desde el barro primitivo, continuamente vertebrada por pulsiones, al cielo nocturno, en silencio y oculto, en que se mueve el misterio. Y fue el misterio la única salvación.

Explica Rima de Vallbona en la introducción: «El poder connotativo de las imágenes líricas polivalentes […] sugiere el proceso cíclico de la naturaleza, del amor y de la creación poética:  Naturaleza, Amado y Poeta, dan vida a Los elementos terrestres, que son respectivamente Fruto, Hijo y Poema». Los elementos terrestres están formados por la unión entre Naturaleza y Cuerpo, cuyos límites se entrelazan y a menudo se confunden. Así ocurre en «Posesión en el sueño», el primer poema:

Ven / te probaré con alegría. // Tú soñarás conmigo esta noche / y anudarán aromas caídos nuestras bocas. // Te poblaré de alondras y semanas / eternamente oscuras y desnudas.

En el segundo poema, «Ausencia de amor», la poeta se funde con la naturaleza en un éxtasis erótico, y cada movimiento supone una búsqueda, una contemplación dinámica para suplir esa ausencia que solicita con todo su espíritu:

Amado, / hoy te he buscado / por entre mi ciudad / y tu ciudad extraña / donde los edificios / no se alegran al sol, / como frutales conchas / y celestes cabañas.

Eunice Odio Los elementos terrestres.jpgLos elementos terrestres son la semilla de toda la línea poética que seguiría Eunice a lo largo de su obra; en 1953 publica Zona en territorio del alba, poemario que se adscribe a los movimientos vanguardistas en boga de la poesía de mediados de siglo. Aquí se recogería y solidificaría el elemento místico, entendido como la búsqueda incansable y la superación, que ya se había gestado en el poemario anterior. Pero es sin duda en su último volumen donde estos aspectos cobran toda la rigidez y profundidad que solicitaban: en 1957 publica Tránsito de fuego, quizá su poemario más conocido y complejo. Dividido en cuatro partes, Tránsito de fuego es un largo poema dialogado, recorrido desde el principio por elementos míticos de una belleza extraordinaria. Aquí, como en cualquier relato mítico correspondiente, se comienza por la creación del mundo, y los personajes están dotados de una divinidad y una capacidad creadora total. Esa habilidad creadora que atribuye a los personajes no es otra que la del poeta, al que hace corresponder la génesis de su volumen con la génesis del acto poético.

Ya desde las primeras obras, Eunice acepta la totalidad del mundo: la luz y la noche, la muerte y la vida, se entrecruzan y confunden progresivamente, en un movimiento cíclico maravilloso que el poeta sólo puede limitarse a contemplar. En el séptimo poema, llamado «Germinación», exclama:

Porque todo refluye hacia el arribo, / asciende el vientre a capital de fruto / y el aire hacia ecuación de golondrina […] // Todo regresa hasta su forma exacta. / La vida retoma su ambición pequeña / del ser, del todo, vegetal profundo, / recóndito edificio y luz abierta.

A la muerte se le otorga un papel primordial. Todos los poemas están formados a partir de ella y para ella, a la que se contempla como un círculo, igualmente creador y destructor. En «Creación», el sexto poema, aparece:

Y aires de nacimiento me convocan, / ¡ah, feliz muchedumbre de huesos en reposo!

Para continuar:

Refluyen a mi forma y se congregan / los elementos suaves y terrestres / y la pulpa negada y transcurrida. // Los pájaros me cambian / a traslados mayores del sonido // y la tierra a empujones de llanura.

El tender hacia algo, la búsqueda casi febril de lo que puede llegar a ser, impregna cada palabra del volumen. Una de las investigadoras de su obra, Alicia Miranda de Hevia, le otorgó el nombre de «apátrida celeste», y es que Eunice se movió por tres nacionalidades distintas: nació costarricense, vivió guatemalteca y murió mexicana. Viajó y habitó todo el continente americano, siempre en movimiento, siempre en búsqueda. Se sentía parte de un todo complejísimo que tenía que descifrar, en un tránsito continuo hacia algo superior. En «Este es el bosque», un poema escrito en México en 1966, preguntaba:

¿A dónde vamos, compañero, sin nada al sol? / Vamos a la sagrada forma / que no duerme jamás; al atareado aroma solitario, a la sangre / que sólo sale al viento por un golpe, / desgastando lo que toca en su tránsito.

El aroma solitario, el viento, la sangre, todo forma parte de lo mismo y es necesario. En el mismo poema concluye:

Caminemos. / Entremos / a no salir jamás: / a cumplir con nuestra obligación de latir, / de sollozar, / de morir / en la sola compañía / del último de nuestros huesos / que oyó llamar a la Tierra.

La poeta, sintiéndose de y para un todo, se entrelaza con el éxtasis de la creación poética, y recoge y admira cada aspecto que le rodea. Pero este contemplar y contemplarse supone por definición la soledad, que también admite e introduce en su maraña:

Estoy sola, / muy sola, / entre mi cintura y mi vestido, / sola entre mi voz entera.

Euniceodio.jpgAsí fue la vida de Eunice Odio, una maraña en que la luz y la oscuridad, el misterio y el animal, convivían y se desarrollaban juntos. Llena de vida, llena de muerte. Al final de su vida, invitaba a escritores y actores de teatro cada noche a su casa del nº 16 de la Colonia Cuauhtémoc en Ciudad de México. Las fiestas y el alcohol llenaron sus últimos años de vida, distanciándose cada vez más de los amigos. Rodeada de gente a diario, se sentía sola y nada era capaz de solucionarlo. Dejó proyectos a medio hacer y se recluyó aún más en sí misma.

En la primavera de 1974 el ruido de los invitados que llenaba a diario las habitaciones había desaparecido por completo. La extensa colección de cristales y reliquias arqueológicas, los cuadros y las estanterías repletas de libros, toda la casa callaba. El silencio se rompió un 23 de marzo, cuando la policía entró al ser avisada por Asunción Lazcorreta, una de las pocas personas que todavía le aportaba confianza real y cuyo testimonio se incluye en la introducción de Luzmaría Jiménez Faro.

Entre el olor a podredumbre encontraron el cuerpo de Eunice tendido en la bañera. Llevaba varios días muerta. Se emitió un comunicado por radio y al funeral sólo acudieron doce personas. No fue un suicidio, el tapón de la bañera estaba quitado. Acabó su vida, en la tierra y sin lápida, amante de la vida y la muerte, de la luz oscura y lo absoluto. Así concluye Asunción Lazcorreta su testimonio: «Alguien publicó que se había suicidado. Me indigné. Eunice amaba locamente la vida. Desbordaba vida, aunque se iba consumiendo cada hora. ¡Pobre Eunice, entre todos la empujaron a su destrucción!».

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