El nacimiento de la lírica: la hermosa Safo

A veces la historia hace un guiño y con sorna señala un hecho en ese cúmulo de insignificancias que jalonan anodinas la trayectoria colectiva humana, para convertirlo en un acontecimiento cuya trascendencia sólo se comprende en el porvenir, a la vista de sus efectos. Así, resulta sorprendente que lo que hoy se llama poesía, esa que acaricia el alma y abre el corazón para permitir entrever en la intimidad el arrobamiento, la pasión, el dolor o la ternura, haya nacido en Grecia con la voz de una mujer recitando sus versos al son de una lira, como si fuera una indicación simbólica de que este género literario habría de convertirse en el que mejor expresase el lado femenino del ser humano, exhibiendo las emociones y arriesgándose a dejar al descubierto el flanco débil, al exponer sin defensa la herida que somos.

Poco y nada, sin embargo, conocemos de la persona de Safo. Como ocurre con los fundadores de religiones, su imagen se desdibuja entre las brumas del alba de ese don que arrebata y se abre paso pidiendo absoluta devoción. Sabemos, eso sí, que nació en la Isla de Lesbos, gobernada por un tirano, a quien se enfrentó junto con su amigo el poeta Alceo. Esto le valió el destierro y, tras su exilio, siendo ya viuda y con una hija, creó una escuela al servicio de las Musas, donde las discípulas cantaban, recitaban versos y confeccionaban guirnaldas de flores, probablemente a la espera de su futuro matrimonio, en una comunidad que concedía a la mujer un amplio grado de libertad, quizás como secuela de una previa organización matriarcal. Por lo demás, los siglos venideros rodearon la vida de Safo de leyendas, sospechas y mentiras, como si la sociedad patriarcal hubiese querido vengarse del prestigio que la poetisa adquirió ya en su época, intentando desacreditarla por haber manifestado sin tapujos una preferencia sexual hacia las mujeres, a pesar de que la homofilia era práctica habitual en los medios civiles más selectos de Grecia, especialmente entre los hombres, como lo prueba, por ejemplo, El Banquete de Platón al mostrar abiertamente la relación mantenida por Sócrates y el estratega Alcibíades. Entre este elenco de anécdotas se incluye su pertenencia a los thíasoi, a esos grupos de mujeres sobre los cuales ni siquiera hay certeza de que existieran en un pasado remoto: las ménades adoradoras de Dionisos, capaces de entrar en trance y desgarrar con sus manos a un varón para jugar a la pelota con sus despojos, según se narra en Las Bacantes de Eurípides. O la historia de su suicidio arrojándose al mar desde los acantilados de Léucade, a causa del rechazo de Faón, el más bello de los hombres, de quien se enamoró perdidamente.

Este último mito, divulgado a partir de una epístola incluida en las Heroidas de Ovidio, inmortalizó a Safo como personaje literario, si bien resulta llamativo que se tratara de la única heroína real tanto de esta obra como de las Metamorfosis. Transcurrido el tiempo, su figura resurgió casi como un fantasma: una y otra vez se nos aparece pintada por románticos, prerrafaelistas y simbolistas, con sus largos cabellos, oteando el mar al que entregará su vida. Pero qué nos importa que la convirtiesen en una criatura de ficción si varios siglos antes Platón la había llamado «hermosa» en el Fedro, no precisamente por su belleza física, y la Antología Palatina la había elevado a los altares tildándola de «décima Musa», mediante un epigrama atribuido al filósofo:

Algunos dicen que nueve son las Musas. ¡Qué desprecio!
¡He ahí también Safo de Lesbos, la décima!

No es la poetisa de carne y hueso la que ha de interesarnos, sino su creación, una obra que, curiosamente, hemos visto crecer en las últimas centurias gracias a insólitos descubrimientos arqueológicos, como los papiros de Oxirrinco, encontrados en un vertedero egipcio en 1897, o la recomposición entre alguno de ellos y el papiro de la Universidad de Colonia en 2004, un material obtenido de la envoltura de cartón piedra de una momia, elaborada a partir del reciclaje de papiros usados. ¡Estrambótico destino para los poemas más celebrados de la antigüedad!… aunque tampoco importa. Sólo nos incumbe su afán de permanencia… porque Safo no es un poeta entre otros, Safo es la poesía.

La lírica monódica surgió en Grecia en torno al siglo VI a C. y a través de ella se expresó una nueva imagen del ser humano, produciéndose lo que ciertos filólogos han calificado de «súbita aparición del individuo». Ante un Homero, que sólo podría pensarse como compilador de los poemas épicos, dada la lejanía entre la fecha de composición de la Ilíada y la Odisea, y que filosóficamente no debería considerarse como un mero individuo sino como una figura colectiva o –según dijo Schelling– como un símbolo, que representa a todo un pueblo cantando sus gestas, el poeta lírico se empeñó en que le fuera reconocida la autoría, en diferenciarse del resto de sus compatriotas para hacer valer su identidad y dejar huella, por eso, firmó sus composiciones, como hizo Safo en su famoso Himno a Afrodita:

Inmortal Afrodita la del trono pintado,
la hija de Zeus, tejedora de engaños, te lo ruego:
no a mí, no me sometas a penas ni angustias
el ánimo, diosa.
Pero acude aquí, si alguna vez en otro tiempo,
al escuchar de lejos de mi voz la llamada,
la has atendido y, dejando la áurea morada
paterna, viniste,
tras aprestar tu carro. Te conducían lindos
tus veloces gorriones sobre la tierra oscura.
Batiendo en raudo ritmo sus alas desde el cielo
cruzaron el éter,
y al instante llegaron. Y tú, ¡oh, feliz diosa!,
mostrando tu sonrisa en el rostro inmortal,
me preguntabas qué de nuevo sufría y a qué
de nuevo te invocaba,
y qué con tanto empeño conseguir deseaba
en mi alocado corazón. ¿A quién, esta vez
voy a atraer, oh, querida, a tu amor? ¿Quién ahora,
ay, Safo, te agravia?
Pues si ahora te huye, pronto va a perseguirte;
si regalos no aceptaba, ahora va a darlos,
y si no te quería, en seguida va a amarte,
aunque ella resista.
Acude a mí también ahora, y líbrame ya
de mis terribles congojas, cumple los anhelos
de mi alma, y sé en esta guerra
tú misma mi aliada.

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Safo, de Julius Johann Ferdinand Kronberg (1913)

Pero, además, la poesía lírica abandonó el ideal heroico, que reivindicaba como hazañas dignas de ser referidas sólo aquellas acciones individuales realizadas en favor del conjunto social. En la épica, los personajes buscaban la autoestima en el espacio público hasta lograr la fama, la gloria y, con ellas, el derecho a ser inmortalizados. Dado que los rapsodas relataban historias de comunidades en permanente estado de guerra, se ensalzaron las capacidades necesarias para subsistir en la lucha, como la fuerza física, la destreza, la competencia, la astucia, la audacia, el orgullo, la valentía o la lealtad. Frente al elogio de virtudes masculinas, la lírica hizo una apología de los valores directamente ligados a la vida afectiva del individuo, una loa a las disposiciones que se aprecian y se desarrollan en un ámbito privado, en estrecho contacto con los demás, como los placeres sensibles, las emociones, la bondad, la juventud, la belleza física y, sobre todo, el amor:

Eros ha sacudido mis entrañas
como un viento abatiéndose en el monte
sobre las encinas.

Llegaste, hiciste bien –te buscaba con ansia–
refrescaste mi pecho que ardía de deseo.

Para hablar de la intimidad cotidiana sobraba la grandilocuencia de la retórica heroica y, por eso, la lírica monódica optó por la sencillez de la lengua vernácula: el dialecto eólico. Tampoco le servían los viejos ritmos de la épica: los hexámetros compuestos de espondeos (pie constituido por dos sílabas largas) y dáctilos (larga más dos breves). Los primeros resultaban gravosos, lentos, como la marcha de un ejército o el desplazamiento de un gran número de personas, mientras que los segundos sólo tenían la función de aligerar la cadencia produciendo la ilusión del lenguaje natural y evitando la fatiga rítmica. Se necesitaron otros metros más versátiles, variados y rápidos, que reflejaran el dinamismo y la fluencia de los nuevos intereses. Con ese fin, la poetisa inventó lo que hoy conocemos como estrofa sáfica, formada por tres versos endecasílabos y uno pentasílabo, alternando mayor diversidad de metros. En aquel momento se fijó para siempre el modelo clásico de la métrica en la poesía amorosa:

Igual parece a los eternos dioses.
Quien logra verse frente a ti sentado:
¡feliz si goza tu palabra suave,
suave tu risa!
A mí en el pecho el corazón se oprime.
Sólo en mirarte: ni la voz acierta
de mi garganta a prorrumpir; y rota
calla la lengua.
Fuego sutil dentro de mi cuerpo todo
presto discurre: los inciertos ojos
vagan sin rumbo, los oídos hacen
ronco zumbido.
Cúbrome toda de sudor helado:
pálida quedo cual marchita hierba
y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte,
parezco muerta.

Como puede apreciarse, Safo cantaba al amor erótico y la enorme potencia de su poesía residía en esa capacidad suya para encarnarlo, haciéndolo sentir como un padecimiento que ardiente, cual la fiebre, recorre y modifica todo el cuerpo para ponerlo a disposición del amado, en situación de arrebato, éxtasis y embeleso. Se trataba del amor pasional, capaz de arrasar a la propia persona con el fin de entregarla al otro. Igual que los nuevos ideales ligados a lo sensible, este amor se encontraba sometido a las vicisitudes de la existencia humana. Era frágil, tornadizo, podía irritarse con los celos, pasar de la alegría a la tristeza y tener que luchar para sobrevivir a la distancia o el olvido.

De veras, quisiera morirme.
Al despedirse de mí llorando,
me musitó las siguientes palabras:
Amada Safo, negra suerte la mía.
De verdad que me da mucha
pena tener que dejarte. Y yo le respondí:
Vete tranquila. Procura no olvidarte de mí,
porque bien sabes que yo siempre estaré a tu lado.

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Safo abrazando su lira, Jules-Elie Delaunay (1828-1891)

La valoración de lo sensible suponía una experiencia del tiempo que ya no cuadraba con la idea de una renovación periódica y regular del universo, con esos ciclos naturales que se reiteran constantes, rigen las festividades humanas así como la relación con lo divino e, igual que ocurre en los mitos, remedan la eternidad. Ahora, el hombre comenzaba a separarse de esa totalidad absoluta de la vida donde se compenetran naturaleza y espíritu, de ese cosmos sagrado, habitado por fuerzas superiores, y el síntoma de que eso estaba ocurriendo fue que los intereses personales empezaron a prevalecer frente a los comunitarios. Así, la antigua concepción del tiempo cedió el paso a la conciencia de una temporalidad propiamente humana, que huye sin retorno, un flujo móvil, cambiante e irreversible, en el cual el poeta se sentía inmerso y arrastrado hacia la fatalidad final de la muerte que orienta todo el recorrido. A la celebración del instante, el deseo de disfrutar el momento presente y retenerlo a través de la palabra, se unió el lamento ante la muerte, porque entregar la vida en aras de la comunidad carecía ya de sentido:

Morir es un mal. Así lo juzgan
los dioses, pues de otro modo morirían.

A medida que Safo fue avanzando en edad, intensificó sus quejas ante los efectos del transcurso temporal, sabiendo que no podía refrenar la vejez, la soledad o el olvido. Como muestra, el último poema transcrito en 2005, donde alude a Titón, personaje mitológico de quien se enamoró Eos, la diosa del amanecer. Prendada de su belleza, la sonrosada Aurora pidió a Zeus que concediese a su amado la inmortalidad, pero olvidó solicitar la juventud eterna. Arrugado y encogido, Titón se transformó en grillo. Cada día espera que su esposa despierte para alimentarse del rocío de sus lágrimas, mientras suplica insistente que sólo quiere morir.

Niñas, aprovechad las flores fragantes y los florecidos
dones de las Musas
y pulsad la cristalina y melodiosa lira.
La vejez, en cambio, se ha apoderado de mi cuerpo, en otro tiempo tierno,
y mis cabellos, antes oscuros, se han vuelto blancos;
mi corazón se ha hecho torpe, y mis rodillas, que otrora eran ligeras
para bailar como los cervatillos, no podrán ya soportarme.
Y aunque a menudo me lamente, ¿qué puedo hacer?
Ningún ser humano puede impedir convertirse en Viejo.

Seducida por lo sensible y atrapada en el instante, la lírica propugnaba una visión subjetiva del mundo y un cierto escepticismo. Dada su debilidad extrema, sus opiniones fueron refutadas rápidamente por la filosofía con la concepción parmenídea del ser, que rechazó lo sensible por aparente e impuso la idea de que la auténtica verdad sólo era eterna y universal. Desde un principio, la razón poética –como dice María Zambrano– se manifestó rebelde, socialmente peligrosa, y desde entonces, fue marginada y perseguida por irresponsable, loca o soñadora. Tan pronto como pudo, llegó Platón para expulsarla de la ciudad perfecta.

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