Simone de Beauvoir y Louisa May Alcott: una relación inexplorada

simone_de_beauvoir_2.jpgLa más afamada obra de Simone de Beauvoir (1908-1986), El segundo sexo, ha sido leída por muchas, muchísimas, mujeres occidentales; dos de los libros de Louisa May Alcott (1832-1888), Mujercitas y Aquellas mujercitas, han sido leídos por más de la mitad de la población occidental, es decir, por prácticamente todas las mujeres, incluida Simone de Beauvoir.

Unir a estas dos autoras tan dispares parece, en principio, algo impensable, pero es interesante recordar cómo en nuestra juventud pueden influirnos las más variadas literaturas, hasta el punto de que Simone no deja de referirse a Louise cuando, a sus cincuenta años, decide dar comienzo a la trilogía de sus memorias.

Simone no sólo escribió su renombrado El segundo sexo, que la mayoría de nosotras leímos en nuestra adolescencia en la publicación de «Ediciones siglo veinte» (Buenos Aires, 1972); también escribió varias novelas (La invitada; La sangre de los otros; Todos los hombres son mortales; Los mandarines; Las bellas imágenes; La mujer rota y Cuando predomina lo espiritual), otros ensayos, aparte del ya citado y más conocido; una obra de teatro (Las bocas inútiles) y bastantes libros de memorias entre los que, aparte del dedicado a su madre (Una muerte muy dulce) o a Sartre (La ceremonia del adiós), destaca la trilogía en la que dirigió su mirada a su propia vida: Memorias de una joven formal; La plenitud de la vida y La fuerza de las cosas.

No deja de ser curioso el paralelismo entre la descripción de las costumbres familiares que, al principio de la narración de su vida en Memorias de una joven formal, hace Simone, y las costumbres que nos describe Luoisa May Alcott en Mujercitas: la preeminencia del padre, su pensamiento como guía de toda la familia, la admiración de las hijas hacia él, la estrechez económica, la afición de su hermana por la pintura (como la de Amy, la hermana de Jo)… tanto que si a alguien se le ocurriera leer los dos libros al mismo tiempo, habría momentos en que no se sabría muy bien a cuál de las dos autoras está leyendo.

Hay que recordar, sin embargo, que ninguno de los personajes de Alcott, ni siquiera Jo, a la que Simone admiraba, fueron tan decididos y contundentes como Simone:

Tal era el sentido de mi vocación, adulta retomaría entre mis manos mi infancia y haría de ella una obra maestra sin falla. Me soñaba como el absoluto: el fundamento de mí misma y mi propia apoteosis (Memorias de una joven formal).

Pero sí tienen bastante similitud, pues así describe Alcott a su personaje central:

La vocación de Jo era hacer algo brillante, todavía no sabía qué, pero esperaba descubrirlo con el tiempo y, mientras tanto, su mayor aflicción era no poder leer, correr y cabalgar todo lo que le gustara… (Mujercitas).

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Y, en cuanto a las similitudes del planteamiento de sus respectivas vidas, recordemos el posicionamiento de Jo en Mujercitas y el planteamiento vital de Simone:

–Las chicas pobres no tenemos muchas posibilidades… a no ser que le echemos mucho empeño –suspiró Meg.

–Entonces seremos solteronas –dijo Jo con energía.

–Tienes razón, Jo; más vale ser solterona feliz que esposa desgraciada o pasarte toda tu juventud corriendo desesperada para encontrar un marido –dijo decidida la señora March…

Es la misma Simone de Beauvoir quien reconoce, ya en su madurez, la influencia que aquel personaje tuvo en su vida (y por la forma de su recuerdo no es difícil intuir que aún conservaba los libros de la autora americana):

Pero hubo un libro en que creí reconocer mi rostro y mi destino: Little women de Louisa Alcott. Las chicas March eran protestantes, su padre era un pastor y su madre les había dado como libro de cabecera no La imitación de Cristo, sino The pilgrim’s progress: ese retroceso subrayaba aún más los rasgos que teníamos en común. Me emocionó ver a Meg y Joe ponerse unos pobres vestidos de popelín color avellana para ir a una fiesta donde todas las demás chicas estaban vestidas de seda; les enseñaban como a mí que la cultura y la moral son más importantes que la riqueza; su modesto hogar tenía como el mío un no sé qué excepcional. Me identifiqué apasionadamente con Joe, la intelectual. Brusca, angulosa, Joe trepaba, para leer, a la copa de los árboles; era mucho más varonil y más osada que yo; pero yo compartía su horror por la costura y los cuidados de la casa, su amor por los libros. Escribía: para imitarla reanudé con mi pasado y compuse dos o tres relatos. No sé si soñaba con resucitar mi antigua amistad con Jacques o si, más vagamente, deseaba que se borrara la frontera que me cerraba el mundo de los varones, pero las relaciones de Joe con Laurie me llegaron al corazón. Más tarde, yo no lo dudaba, se casarían; por lo tanto, era posible que la madurez cumpliera las promesas de la infancia en vez de renegarla: esa idea me colmaba de esperanza. Pero lo que sobre todo me encantaba era la parcialidad decidida que Louisa Alcott manifestaba por Joe (Memorias de una joven formal).

Y no hay que olvidar el paralelismo entre la vida estéril que en su juventud llevan el Laurie de Alcott y el íntimo amigo de Simone: Jacques.

Simone, como Joe, nos revela:

Yo, desde mi nacimiento, me había dormido cada noche un poco más rica que la víspera; me elevaba de escalón en escalón; pero si sólo encontraba allí arriba una árida meseta sin ninguna meta hacia la cual dirigirse [como ve que les sucede a los mayores que la rodean], ¿para qué andar?

Yo prefería infinitamente la perspectiva de un oficio a la del matrimonio; ella autorizaba esperanzas. Había gente que había hecho cosas, yo las haría. No preveía bien cuáles. La astronomía, la arqueología, la paleontología, me habían reclamado por turno y yo continuaba acariciando vagamente el proyecto de escribir. Pero esos proyectos carecían de consistencia, yo no creía bastante en ellos para encarar con confianza el porvenir. Llevaba por anticipado el luto de mi pasado (Memorias de una joven formal).

Un luto de su infancia que, gracias a la distinta época, no le lleva a exclamar, como hace la Joe de Alcott, cuando habla con su amigo:

–Si fuese un chico, podríamos huir juntos y pasarlo de maravilla; pero sólo soy una miserable chica, y debo comportarme correctamente y quedarme en casa. No me tientes, Laurie, es una locura (Mujercitas).

Cosa que, desde luego, Simone nunca sintió y jamás hizo, pues bien joven se dedicó a hacer su vida nocturna por París sin que se enteraran sus padres. Sin embargo, sus inquietudes confluyen en muchos puntos. Dice Alcott en una conversación entre Laurie y Jo:

–Podrías tener el dinero que quisieras sin tantos sacrificios…

–¿Cómo? ¿Casándome con un rico heredero como tú? ¡No soy de esas!

–Perdóname, no quería ofenderte.

–No, si no me ofendes. Sólo que yo prefiero ganar mi propio dinero, con mi esfuerzo… Además, pienso que cada uno tiene su misión en la vida y que la mía no es otra que escribir. ¡No me interesa nada más! (Mujercitas).

Planteamiento que dejó una gran huella en Simone que, sin embargo, reacciona al leer la segunda parte del libro de Alcott, demostrando su temprana disposición al enamoramiento:

Esta negación a cortar el cordón umbilical se manifestó con fuerza cuando leí la novela de Louisa Alcott, Good wives, que era la continuación de Little Women. Un año o más había pasado desde que yo había dejado a Joe y a Laurie, sonriendo juntos al porvenir. En cuanto tuve entre mis manos el pequeño volumen… donde se terminaba su historia, lo abrí al azar: caí sobre una página que me informó brutalmente del casamiento de Laurie con una hermana menor de Joe, la rubia, vana y estúpida Amy. Arrojé el libro como si me hubiera quemado los dedos. Durante varios días permanecí abrumada por una desdicha que me había tocado en lo más vivo de mí misma: el hombre que yo amaba y del que me creía amada me había traicionado por una tonta. Aborrecí a Luisa Alcott. Más tarde descubrí que Joe le había negado su mano a Laurie. Después de un largo celibato, de errores, de pruebas, encontraba a un profesor mayor que ella dotado de las más altas cualidades; la comprendía, la consolaba, la aconsejaba, se casaban. Mucho mejor que el joven Laurie, ese hombre superior que venía de afuera de la historia de Joe, encarnaba al juez supremo por quien yo soñaba ser reconocida un día… (Memorias de una joven formal).

Una aspiración que Simone mantenía desde muy pequeña y que buscó toda su vida hasta verla cumplida en Sartre, mientras, en la infancia, seguía enarbolando sus propias rebeldías:

La tontería: antaño se la reprochábamos mi hermana y yo a los chicos que nos aburrían; ahora acusábamos a muchas personas mayores, en particular a la señorita… La tontería nos hacía reír, era uno de los grandes temas de diversión; pero también tenía algo aterrador. Si ella ganaba habríamos perdido el derecho a pensar, a burlarnos, a experimentar verdaderos deseos, verdaderos placeres. Había que combatirla o renunciar a vivir (Memorias…).

Y siguen siendo las lecturas su fuente de inspiración en la adolescencia:

Leí en esa época una novela en la que vi la imagen de mi exilio: El Molino sobre el Floss de George Eliot me hizo una impresión aún más profunda que antaño Little Women… Maggie Tulliver estaba como yo dividida entre los otros y sí misma: me reconocí en ella. Su amistad con el jorobadito que le prestaba libros me emocionó tanto como la de Joe con Laurie: deseaba que se casaran… Pero también esta vez el amor terminaba con la infancia… Los demás la condenaban porque valía más que ellos; yo me parecía y en adelante vi en mi aislamiento no una marca de infamia sino un signo de elección… un día una adolescente, otra yo misma, mojaría con sus lágrimas una novela en la que yo habría contado mi propia historia.

Si antaño había deseado ser profesora era porque deseaba ser mi propia causa y mi propio fin; ahora pensaba que la literatura me permitiría realizar mi deseo. Me aseguraría una inmortalidad que compensaría la eternidad perdida: ya no habría Dios para quererme, pero yo estaría en millones de corazones. Escribiendo una obra alimentada por mi historia me crearía yo misma de nuevo y justificaría mi existencia…

Y acaba esta parte con una frase que recuerda el contenido de El cuento de nunca acabar de Carmen Martín Gaite:

Mi vida sería una hermosa historia que se volvería verdadera a medida que yo me la fuera contando (Memorias de una joven formal).

Planteamientos de vida muy similares a los de Jo y diametralmente opuestos a los de la hermana de esta, «la tonta Amy», que, por demasiado anclada en la realidad, nunca descollaría como pintora, ni como Jo, ni como Simone, cuyas vidas estuvieron siempre presididas por el más alto esfuerzo:

–… el talento, aunque lo tuviera [dice Amy] no es el genio, y la energía más encarnizada resulta impotente para adquirirlo. Y toda vez que no puedo ser una gran artista, renuncio a la pintura. Siempre me dieron lástima los pintores de tres al cuarto y no estoy dispuesta a aumentar el número (Aquellas mujercitas).

De ahí el contraste entre los planteamientos de las dos en una conversación entre Amy y Jo que, probablemente, Simone saborearía:

–Si fuéramos ricas o gozáramos de una gran posición, quizá pudiéramos manifestar nuestras impresiones de alguna manera (apunta Amy); pero aun así es muy posible que nos considerasen unas muchachas muy raras o excesivamente puritanas.

–¿De modo que por el hecho de ser pobre y de modesta posición hemos de fastidiarnos, admitiendo cosas de personas que nos desagraden? No me parece muy convincente.

–Sólo puedo contestarte que así se hace en el mundo y obrar de otra manera sería ridículo. Los reformadores son siempre mal recibidos y pido a Dios que no sientas tentaciones de serlo tú.

–Pues a mí me gustan [concluye Jo] y si pudiera los imitaría, porque sin ellos el mundo no marcharía bien. Ya veo que no estamos de acuerdo, porque tus ideas son viejas y las mías, en cambio, muy nuevas; es posible que salgas ganando, pero yo me divertiré más que tú (Aquellas mujercitas).

Postura de esta hermana pequeña de Jo a la que seguramente reforzaría –para rechazarla y contrastarla– la descripción de la vida de casada que lleva su hermana mayor, Meg, señora intachable, diametralmente opuesta a los sueños y aptitudes de la protagonista y a la que, sin embargo, Simone no alude (ni protesta), como simple sombra que es de su protagonista preferida:

Esta es la descripción de una escena de recién casada entre ella y su marido:

… Meg se acercó despacio a él, porque le resultaba muy difícil dominar el orgullo…pero, al fin, se resolvió en su deseo de no tener motivo de reconvenirse a sí misma. Se inclinó y dio un beso suave en la frente de su marido.

Como se comprende, todo quedó arreglado en un momento. Aquel beso, lleno de sumisión, valía mucho más que un torrente de palabras… (Aquellas mujercitas).

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Simone, en profundo contraste con esta escena, siempre quiso ser libre, aunque Sartre le pidiera matrimonio, y tuvo que pasar, como la Joe de Mujercitas, etapas de enseñar y cuidar de otros para ganar dinero mientras estudiaba filosofía y «reventaba de salud, de juventud, y me quedaba confinada en casa y en las bibliotecas: toda esa vitalidad que no gastaba se desencadenaba en vanos torbellinos en mi cabeza y en mi corazón» (Memorias…).

Torbellinos que la llevarán –en forma diametralmente opuesta a lo que habría hecho la Joe de Alcott– a frecuentar los bares nocturnos de París y los antros de jazz porque «yo acechaba la aventura como antes esperaba el éxtasis (religioso)».

Hasta que, a través de todas sus amistades masculinas y femeninas (Jacques, Zaza…) encontró, al fin, a Sartre –el profesor de Joe, al fin y al cabo–, que de su apellido dedujo el nombre de «Castor», con el que la llamaría y que la acompañaría a lo largo de su vida en una unión nada convencional: «Sartre… trataba de situarme en mi propio sistema, me comprendía a la luz de mis valores, de mis proyectos».

Explicación que no deja de recordar al profesor que Joe acaba encontrando en su vida en Aquellas mujercitas –salvo, claro es, en la alusión a «las cosas sencillas», que debía ser lo conveniente para las señoritas de época de Alcott–. 

¡Qué importa el dinero! –exclamó [el profesor] con acento de soberano desprecio–. Ante todo se ha de buscar la perfección. Prométame, señorita Jo, que en adelante escribirá usted cosas sencillas que haya usted observado a su alrededor. Dadas sus condiciones y sus raras dotes de observación, de imaginación y de sentimiento, fáciles de adivinar en usted, le aseguro que alcanzará el éxito.

 Y acaba Simone con el mismo proyecto de Jo:

Todo estaba por hacer; todo lo que antes yo había deseado hacer: combatir el error, encontrar la verdad, decirla, iluminar al mundo, quizá también ayudar a cambiarlo. Necesitaría tiempo, esfuerzos para cumplir aunque sólo fuera una parte de las promesas que me había hecho: pero esto no me asustaba. Nada estaba ganado: todo era posible.