Rosa Chacel: los comienzos. La búsqueda del rigor y la elusión de la anécdota

Rosa Chacel RomaRosa Chacel nació en Valladolid en 1898 y murió en Madrid en 1994. Recorrió muchos lugares en su dilata vida, unos por trabajo o placer (Roma, donde su marido Timoteo Pérez Rubio gozó durante cinco años de una beca de estudio como pintor y, desde allí, Siena, Venecia, Florencia, París, Normandía, Múnich, Insbruck… en cortos viajes para conocer Europa). Durante la guerra civil, y mientras su marido permanecía en España como presidente de la Junta de Defensa del Tesoro Artístico Nacional, se traslada con su hijo Carlos, de pocos años, a Barcelona, Valencia o París para recalar al final en Atenas, en casa del matrimonio Kazantzakis y, desde ahí, vía Alejandría, Marsella y Ginebra –donde se reúne con su marido–, hasta que deciden, como tantos intelectuales españoles exiliados, marchar a América Latina, repartiendo allí su tiempo entre Río de Janeiro y Buenos Aires.

Rosa permanecerá en tierras americanas hasta 1962, año en que, tras una estancia en Nueva York (1959), becada por la fundación Guggenheim y donde escribe Saturnal, regresa brevemente a España para volver a hacerlo en 1971 y, definitivamente, en 1974, gracias a una beca de la Fundación March para escribir Barrio de Maravillas, trilogía que –aparte artículos, conferencias y colaboraciones en revistas– será una de sus últimas obras.

… se nace con una predestinación, pero ¡hay que probar tantos resortes hasta encontrarla!

Tentada desde el principio de su vida por el mundo del arte, comenzó por estudiar dibujo y escultura, y no es hasta su estancia en Roma cuando decide abrazar la literatura con dos breves relatos («El juego de las dos esquinas» y «Chinina Mignone») que le publicará la Revista de Occidente de su admirado maestro Ortega. Relatos a los que seguirían su primera novela: Estación. Ida y vuelta; la encargada por Ortega, Teresa, mujer de Espronceda, y la más conocida de ella (quizá porque se filmó una película en la que curiosamente la protagonista tiene catorce años): Memorias de Leticia Valle. Novelas que, aunque fueron publicadas antes en Sudamérica, no verían la luz en España hasta los años setenta, quizá porque venían precedidas del éxito obtenido con la más famosa de sus novelas: La sinrazón –escrita en Buenos Aires, en parte durante una temporada en que residió en casa de su amiga la doctora Fernanda Monasterio, mientras también abordaba el comienzo de sus diarios: Alcancía, Ida– y que es considerada como la cumbre de su creación literaria.

Conocí personalmente a Rosa gracias al intermedio de Fernanda Monasterio, que, también residente en Latinoamérica, había coincidido con ella en la Universidad del Sur en la que era catedrática de Psicología y donde Rosa fue a dictar unas conferencias. Al finalizar una de ellas –y según Fernanda me contó–, ésta se le acercó y le dijo: «Vente conmigo», a lo que Rosa contestó: «Y tú ¿quién eres?», respondiéndole Fernanda: «¡El Pisuerga!». Y así, según esta peculiar versión, comenzó su amistad.

Delibes Chacel Alberti

Miguel Delibes, Rosa Chacel y Rafael Alberti

Esta amistad me llevó a cenar a casa de Rosa más de una vez (en el paseo de La Habana, de Madrid), o a que ella viniera a la mía, y así pude descubrir a una mujer callada, ensimismada en sus pensamientos y contemplativa de cuanto sucedía a su alrededor, silencio que, eso sí, interrumpía cuando descubría que tenía algo jugoso que contar. Como aquella vez que nos narró con todo detalle las sensaciones de Nikos Kazantzakis la primera vez que acarició un pecho de mujer y tuvo un pezón en la palma de la mano. Estos relatos le gustaban a Rosa porque, como de toda su obra se desprende, era una mujer de gran sensualidad (basta leer La sinrazón, El juego de las dos esquinas o Memorias de Leticia Valle para percatarse de ello y de que Rosa era capaz de llegar hasta los más íntimos y diversos rincones de esta sensualidad).

En su regreso a España fue reconocida por personalidades de la talla de Yndurain, Ayala, Julián Marías, Gil de Biedma y tantos otros y, sobre todo, y según pude observar directamente, por una pléyade de jóvenes artistas –más ellos que ellas– que la hicieron un poco su bandera en los años del final de la dictadura, pues no en vano Rosa Chacel había firmado con otros intelectuales en tiempos de la República y de la guerra civil varios manifiestos frentepopulistas o antifascistas y esa aureola acompañó sin duda, en su regreso a España, su producción literaria.

RosaChacel 1.jpgUna producción que hizo su presentación entre nosotros con tres novelas esenciales: Estación. Ida y vuelta; Memorias de Leticia Valle y La sinrazón. Obra esta última en la que comienza a separarse de su estilo inicial hacia una prosa más actual y más inteligible, abandonando el modernismo y el Nouveau roman, e introduciendo nombres de personajes, anécdotas y situaciones, lo cual culminará en Barrio de maravillas.

Porque los comienzos literarios de Rosa fueron bastante distintos a sus finales. Siempre buscó el más estricto rigor en sus planteamientos, pero tal rigor la hizo eludir la anécdota por innecesaria o detenerse en descripciones exageradamente minuciosas de los objetos como forma de anclaje de sus tramas (basta pensar en la descripción de la escalera, o de las hojas del papel de la habitación del protagonista o de los abrigos o del tren en Estación. Ida y vuelta). Eso hace que su lectura no sea fácil; con la sucesión de palabras o la construcción de difíciles frases intenta buscar el rigor en la exposición, olvidando quizá una máxima de su maestro Ortega: «la claridad es la cortesía del filósofo»; porque las novelas de Rosa, por ese estilo suyo, no son, desde luego, claras. Y es que para ella:

La cuestión es esa, compaginar, armonizar, logrando la máxima tensión de actividad intelectual (Estación. Ida y vuelta).

Un ejemplo bastará para corroborar lo que digo. Esta es la forma en que se describe el suicidio de don Daniel en Memorias de Leticia Valle:

… por encima de las casas se veía un cielo transparente que me obligó a detener en él la mirada. Y me pareció que en medio de su quietud estallaba algo como una pompa. Fue un pequeño estampido, lejano y tan breve, que se preguntaba uno si podía tener realidad una cosa tan sin tiempo.

Sí, después hay leves revuelos e idas y venidas, pero la descripción del suicidio es esta, y no hay más.

Igual que la seducción que intercambian los personajes sólo se describe a base de dos hechos que se reiteran: la niña no va a visitar a la esposa del profesor, que está enferma, y contra su costumbre de verla todos los días, deja de hacerlo uno y otro y otro; y el repetido gesto del maestro, que, cada vez que entra al despacho, cierra la puerta. Es todo lo que sabemos, acompañado por la frase de él el primer día que lo hace: «¡Te voy a matar, te voy a matar!». La escritora no nos da muchos más datos (salvo, sí, una descripción de los pensamientos de la niña mientras vislumbra a través del sol el torso de don Daniel bajo su camisa y fantasea lo que sería estar allí y la sutil actuación de él cada vez que se acerca al sofá en el que la niña está sentada).

Y todo ello porque, como Rosa Chacel dice:

Hay asuntos ventilables, y otros de tan volátil esencia, que es preciso sellarlos para que no trasciendan. Allí donde se descuide un resquicio se infiltran y lo llenan todo de un denso olor a realidad (Estación. Ida y vuelta).

RosaChacelmáquinaescribir.jpgY es que tanto en Estación. Ida y vuelta como en Memorias de Leticia Valle (y también en sus primeros relatos) no hay anécdota, no hay sucesión de hechos lógicos; se trata sólo de un pensamiento interno que todo lo analiza –comenzando por el propio protagonista, sea hombre, mujer o niña– y todo lo piensa en una sucesión interminable de elucubraciones del espíritu, llevando al lector hacia situaciones que no es necesario describir y que con cuatro pinceladas se revelan, incluso más profundamente.

Es difícil entender por qué Clara Janés afirmó la analogía –aunque treinta años antes en la creación de Rosa– de su novela sobre la niña Leticia, que a sus doce años seduce y es seducida por su profesor, y la Lolita de Nabokov. No hay libros más distantes ni estilo más distinto que el de estas dos obras. La «nínfula» de Nabokov es una jovencita que se sabe deseable y es el adulto el que primero la desea y el que la envuelve. Leticia Valle no se siente deseable ni le importa, antes le extraña esta posibilidad, como le extraña que su nuevo profesor, don Daniel, lo primero que haga al conocerla sea retener sus tirabuzones. Leticia va a cumplir doce años –aún no los ha alcanzado cuando sucede la historia– y lo único que le interesa es desentrañar su pensamiento, sus sensaciones y el pensamiento y las sensaciones de los demás (como las que la mujer de don Daniel siente por él, momento en que la niña se identifica totalmente con ella y a través de ella). Por eso, si de alguna forma seduce Leticia, y lo hace, es única y exclusivamente a través de su mente.

Hay un antecedente en El juego de las dos esquinas que constituirá el desenlace fatal en Leticia en su juego de sentir a los otros, aunque sea a través del dolor, siempre que sea ella quien lo origine como poder supremo. De una de las protagonistas del relato citado, se cuenta que, mientras juega con su criada, la tira al suelo y le derrama agua:

… y Chon lo hacía para hacerle daño, porque no la podía ver. Pero ella, haciendo que lloraba, se reía; dejaba ver su risa-llanto entre los dedos, que ponía delante de la cara como el gimoteo falso de un loro en su jaula. Y entonces la odiaba, odiándose también ella hasta golpear la pared con la cabeza.

Y este antecedente se repite en Estación. Ida y vuelta:

 … esa incitación al daño existe en casi todas las cosas, y especialmente en Julia. Pero el caso es que yo adoro a todas las cosas. Si las hago daño es que ese es mi modo de expresión. Yo no quiero más que hacerme sentir de ellas y sentirlas. Sentir hasta su dolor, el que yo les causo.

Chacel

Idea del daño, esta vez no material, que se repite en Memorias, porque Leticia no soporta la acritud y los comentarios despectivos de don Daniel (fruto, sin duda, de la defensa que quiere ejercitar ante la seducción por aquella niña). Una vez que la niña está a solas en el despacho de don Daniel para su lección cotidiana –otro día en que no ha ido a ver a su mujer, Luisa, otro día en que se ha cerrado el pestillo de la puerta– pensará:

Sólo pude notar que en los ratos que estábamos sentados junto a la mesa, don Daniel hablando y yo escuchando, de pronto su mirada se apartaba bruscamente de mí. No como cuando alguien aparta los ojos de otro, intimidado. No, en él eso no podía suceder: cambiaba súbitamente la dirección de su mirada, como si de pronto le asaltase una idea que necesitase esclarecer con atención intensa, y miraba en un rincón oscuro, donde debían estar brotando para él fantasmas horrorosos.

Y, ¿cómo decirlo?, lo que se reflejaba en su cara en esos momentos… era exactamente lo que yo había estado queriendo provocar con mi pensamiento.

… mi pensamiento se afincaba en la obsesión del dolor.

¿Dolor concreto, de algo o por algo, ideas razonablemente tristes? Nada de eso; yo no hacía más que invocar al dolor, como esos personajes de los cuentos del Norte que llaman al miedo en medio del bosque.

[…]

… hoy día veo que no es el dolor lo que yo invocaba, sino más bien el horror; algo fuera de lo cotidiano, uno de esos sentimientos o situaciones que llaman de prueba. ¿Cómo iba yo a querer atraer el dolor hacia un ser que adoraba y admiraba sobre todas las cosas. Lo que pasaba era que la parte de su personalidad que entraba en juego en el trato diario conmigo era tan limitada y yo veía en él tal grandeza, que me era difícil resignarme a no participar más que de aquello.

[…]

Fuese como fuese, lo único comprobado es que yo pensaba, al mismo tiempo que aparentaba atender, en aquello que yo llamaba las ideas dolorosas u horribles; que anhelaba con todas mis fuerzas contemplar uno de aquellos gestos, comprender una de aquellas miradas borrascosas y que la intensidad de mi empeño lograba que los gestos y las miradas llegasen a aparecer.

¿Era perversa esta niña de once años para querer provocar esto en su profesor? Ella misma nos contesta:

Si yo fuera perversa y además tan necia no tuviese luces ni para comprender que lo era, todo esto resultaría degradante para mí, pero sinceramente creo que no es eso lo que me pasa. Creo que es otra cosa.

¿Qué es? Desde luego nos quedamos sin saberlo. Es posible que sea el ejercicio del poder y de la venganza. Es posible que sea simplemente la descripción de la capacidad de seducción intelectual de esta niña, quizá trasunto de la misma Rosa. (No olvidamos que, en la historia, Leticia ya ha seducido mucho más alegremente a Luisa, la mujer del profesor, y a su prima Adriana, pues, menos a su familia directa, seduce a todos.)

Hay quien ha querido ver en la figura de don Daniel al ya mencionado filósofo José Ortega y Gasset, por quien Rosa sentía la misma admiración, pero es demasiado contundente el desenlace del libro como para que esto tenga verosimilitud, por más que Rosa odiara la misoginia del filósofo (rizando el rizo: ¿un ajuste de cuentas ante la idea orteguiana de que sólo al hombre correspondía la capacidad de pensar y que don Daniel ejercita con su ironía constante ante la intelectual niña que tiene delante?). Aunque es muy probable que se refleje la misma tensión intelectual que pudo haber entre uno y otra, creo que más bien se trata de un intento de descripción de los estados mentales que pueden darse en una niña hasta límites insospechados, agudizando hasta el extremo su capacidad de deducción… y de seducción (y aquí sí hay bastante de Rosa Chacel).

Estos dotes se dan, como hemos dicho ya, en el relato «El juego de las dos esquinas» y en La sinrazón, aunque menos en Estación. Ida y vuelta, que representa el pensamiento continuo de un hombre que pretende separarse de su mujer y al final regresa junto a ella. Todo ello analizado y descrito hasta el último detalle.

RosaChacel-mayorRosa Chacel quiso escribir con supremo rigor, aunque su intento de huir de la realidad y reflejar sólo el estado anímico de sus protagonistas robase claridad a sus escritos. Junto a su gran reflexión intelectual mostró siempre una gran pasión por la vida, tanto por participar en ella como por su contemplación, que luego intentaría volcar en sus libros.

Para terminar con una anécdota que puede definir un poco su escurridiza y despreocupada personalidad, quiero referirme a una tarde en el Ateneo de Madrid en los años ochenta (Rosa ya no participaba en él como lo hacía durante la República, época en que esta institución acogía a los intelectuales españoles). La habían invitado a presentar el libro que acababa de escribir sobre su marido Timoteo: Timoteo Pérez Rubio y sus retratos de jardín. La sala estaba llena. Pasó un cuarto de hora, media hora, una hora…; al cabo apareció Rosa sonriente con el libro debajo del brazo, se sentó en el estrado y dijo cuatro vaguedades mal preparadas. Después se fue.

Luego nos enteramos de que la causa de esta desatención se debía a que había pasado toda la noche tomando copas y charlando con Rafael Alberti. ¿Podía ser esto una excusa divertida y suficiente hacia los asistentes, llenos de paciencia?

Supongo que no, pero a ella –como le habría sucedido a su personaje Leticia– no le importaba demasiado, y eso que entre ellos la estaba esperando –y ella debía saberlo– don Severo Ochoa.

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