Las cartas a Theo de Van Gogh

Es una cosa admirable observar un objeto y encontrarlo bello, reflexionar sobre él, retenerlo, y a continuación decir: voy a dibujarlo, y trabajar hasta conseguir reproducirlo. 

El 13 de junio de 1873 un holandés pelirrojo de apenas veinte años llegaba a Londres como empleado de la galería de arte de la casa Goupil. Aunque confesaba, desencantado: «Al principio el arte inglés no me atraía mucho, uno debe acostumbrarse».

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Vincent van Gogh fue el mayor de seis hermanos en una familia cuyos miembros se habían distinguido por el comercio de cuadros y la prédica religiosa. Su padre era pastor de la Iglesia reformada e incluso uno de sus antepasados había ostentado el puesto de obispo en Utrecht. El tío de Vincent, accionista de la mencionada galería de Goupil, le había conseguido trabajo en la sucursal de La Haya, y el aprendiz trabajó entonces con tanto celo que en cuatro años fue ascendido y trasladado a Londres, donde descubre el arte inglés, lee apasionadamente a Dickens y se enamora de Úrsula, hija de su patrona.

Poco más tarde, tras el rechazo de sus pretensiones amorosas, Vincent se sume en un total abatimiento que cambia por completo su carácter: deja a un lado su actitud modélica en el trabajo y la lectura de la Biblia le roba cada vez más tiempo. Durante aquellos días, su único contacto con el mundo fue su hermano Theo, con el que inicia una correspondencia que durará hasta su muerte: «Contempla lo más que puedas las cosas bellas –escribía Van Gogh en una de sus misivas de 1874–, la mayoría apenas se las miran».

A causa de este nuevo talante, por momentos desquiciado, apático y depresivo, es destinado a París el 15 de mayo de 1875, ciudad donde Vincent no tarda en romper con sus superiores –a los que llega a tachar de estafadores–. La reacción de los patronos es inmediata: Vincent es despedido. Esta injusticia de la que se creía firme víctima, así como el rechazo de una sociedad que a su vez le repudiaba, hizo que volcara su necesidad de afecto en los más menesterosos y necesitados, cuya miseria ya había podido observar en Londres. Parece descubrir de este modo su auténtica vocación: predicar el Evangelio. Llega a la Facultad de Teología de Ámsterdam en mayo de 1877. Un año más tarde se dirige a Theo con estas palabras:

Hemos hablado mucho acerca de lo que es nuestro deber y de cómo llegar a buen fin, y llegado a la conclusión de que nuestra meta, en primer término, debe ser encontrar nuestro sitio y un oficio al que podernos consagrar enteramente.

A pesar de su decidida disposición, los exámenes de latín y griego se le atragantan. Tras este nuevo fracaso, pero aún obstinado, decide estudiar en Bruselas tras una breve vuelta a la casa paterna, donde la Sociedad Evangélica formaba misiones en un plazo de tiempo relativamente corto. Vincent no sabía entonces que un nuevo giro del destino le esperaba: finalmente sería rechazado por el Comité de Evangelización. En noviembre de 1878 aseguraba: «es un espectáculo desolador, infinitamente melancólico, que no puede menos de emocionar a quien sabe y siente que, también nosotros, toparemos con lo que se llama muerte, y que el final de la vida humana son lágrimas y cabellos blancos».

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Van Gogh descubre su interés por la pintura en el Borinage y, con la energía que ponía en todas sus empresas, no dudó en perfeccionarse al máximo. Desde muy temprano Rembrandt y Millet se convirtieron en sus guías espirituales, y es en octubre de 1880 cuando, en su regreso a Bruselas, traba amistad con Van Rappard, aristócrata, mentor y pintor. En abril de 1882 confiesa a Theo que posee la convicción de que nada (salvo la enfermedad) puede quitarle «esa fuerza que empieza a desarrollarse en mí; esta conciencia me hace encarar con valor el porvenir, y hace que pueda soportar en el presente tantos sinsabores». E incluso mostraba cierto optimismo:

El que vive con sinceridad y no se deja abatir por los pesares y desilusiones verdaderas con que se encuentra, vale más que el que tiene siempre el viento en popa y sólo conoce una prosperidad relativa.

Así comenzaría la carrera artística de Vicent van Gogh, plagada de numerosas y diversas vicisitudes que hubo de superar hasta la llegada de aquel fatídico 27 de julio de 1890, jornada en la que decidió dispararse un tiro en el pecho a la edad de treinta y siete años. Dos días después, el día de su muerte, encontraron una carta que Vincent llevaba encima, y en la que explicaba a Theo: «quisiera escribirte sobre muchas cosas, pero veo la inutilidad de ello. […] En mi trabajo arriesgo mi vida, y mi razón, al borde del naufragio. Que yo sepa, tú no estás entre los marchantes de hombres, y todavía puedes tomar partido actuando realmente con humanidad».

Precisamente porque el amor es tan poderoso, no somos en general lo bastante fuertes durante nuestra juventud como para poder mantener derecho nuestro timón. Las pasiones, ¿lo ves?, son las velas de este barquichuelo. El que tiene veinte años se abandona por completo a sus sentimientos, recoge demasiado viento en las velas, y su barco se anega y zozobra, a menos que se enderece.

4 comentarios en “Las cartas a Theo de Van Gogh

  1. También escribió: «Puede ser que las personas que no hacen más que estar enamoradas son más santas y serias que aquellas que ofrecen su corazón a una idea. Quien escribe un libro, lleva a cabo una acción, pinta un cuadro lleno de vida, tiene que ser también una persona llena de vida.»

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  2. En un vértigo sirva derruir al ruido de.los vestigios plásticos y luego llegue un oscurisimo acompañante a mi Esperanza / no pude ponerlo a dormir a su modo por eso lo puse en la foto parado en un mundo preparado para el silencio.

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