Albert Einstein: «El destino de la humanidad será el que nosotros nos labremos»

Aunque la fama de Einstein se debe fundamentalmente a la promulgación de la teoría de la relatividad, el físico alemán nos legó varios escritos filosóficos de los que podemos entresacar toda una lección de vida basada en la aspiración a la verdad

Quizás como ninguna otra, la obra de Albert Einstein (1879-1955) nos muestra cuán cerca conviven las inquietudes científicas y las filosóficas, y más allá, cómo las segundas pueden llegar a complementar las primeras cuando las herramientas de la ciencia parecen resultar insuficientes para otorgar un sentido a la existencia.

Y es que, como ya escribiera Einstein en El mundo como yo lo veo, “los hijos de la Tierra vivimos una curiosa situación. Estamos aquí de paso y no sabemos con qué fin, aunque a veces creamos intuirlo”. El asombro por el mundo que nos rodea es, sin duda, la piedra de toque del pensamiento científico y filosófico de Einstein. Aunque llegó a afirmar que preguntarse por el sentido de la vida desde un punto de vista objetivo (científico) le parecía absurdo, nunca dejó de lado la vertiente anímica que esconde toda actividad científica: “el que experimenta su propia vida y la del prójimo como carente de sentido, no solo es infeliz, sino incluso incapaz de vivir”, aseguraba. A fin de cuentas, el don más hermoso con el que nos ha premiado la naturaleza como seres humanos es “la alegría de mirar” y, llegado el caso, poder llegar a comprender.

Los hombres de buena voluntad tienen el deber, cada uno en su entorno, de intentar mantener viva la doctrina del humanitarismo puro.

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A pesar de su comprometida y frenética carrera científica, que le condujo a presentar en 1905 su teoría de la relatividad (cuando, ¡con tan solo veintiséis años!, se ganaba la vida a duras penas como oficinista de una agencia de patentes en Berna y aún no desempeñaba ningún cargo académico), Einstein sabía muy bien que tras cualquier dato cuantificable nos topamos con un resto inescrutable que la ciencia, en su aparente omnipotencia, no es capaz de abordar.

La enseñanza debería ser tal, que lo ofrecido se experimentase como un regalo valioso y no como un fastidioso deber.

En una sentencia que recuerda mucho a las frases finales de Diotima en El Banquete de Platón, nuestro protagonista afirmaba que de hecho “la cosa más bella que podemos experimentar es lo misterioso, ese sentimiento primordial que se encuentra en la cuna del arte y la ciencia verdaderos. Quien no lo conoce y ya no puede maravillarse ni sorprenderse, está, en cierto modo, ciego o muerto”.

Einstein, considerado por muchos el personaje más significativo del siglo XX, aseguraba que el motor de la ciencia (así como de cualquier actividad humana digna de ser llevada a cabo) reside en la capacidad de plantear interrogantes que se hagan cargo de la complejidad del mundo. Una actitud que no dudó en caracterizar de religiosa: esta “religiosidad es la del asombro extático ante la armonía de las leyes de la naturaleza, donde se manifiesta una razón tan superior que todo pensamiento y orden humanos se reducen a un insignificante destello”.

La vida del individuo solo tiene sentido si está al servicio del embellecimiento y el ennoblecimiento de la vida de todos los seres vivos.

Aunque propiamente Einstein no fue filósofo (al menos no se dedicó a la filosofía profesional ni académicamente), podemos decir con Hans Reichenbach que el físico alemán fue “filósofo por implicación”. La publicación de la teoría de la relatividad obligó a cambiar de modo definitivo nuestra concepción tradicional del espacio, del tiempo y del movimiento.

Como asegura Manuel Garrido en la introducción de ABC de la relatividad (Cátedra, 2013) de Bertrand Russell, “una de las consecuencias filosóficas de la teoría de la relatividad fue la fulminante disolución del concepto kantiano de síntesis a priori”. Aunque sus dictados no solo sirvieron para derrumbar antiguos edificios filosóficos, sino también para configurar otros nuevos, como en el caso del Círculo de Viena, cuyos componentes invitaban a eliminar el concepto clásico de metafísica: lejos de grandilocuentes elucubraciones, la filosofía debía ceñirse al análisis lógico de las teorías científicas.

Sin embargo, como explica acertadamente Manuel Garrido, Einstein “no compartía la actitud radicalmente antimetafísica de sus seguidores neopositivistas y tenía serios intereses filosóficos que iban más allá de esa actitud. Si en su juventud leyó mucho a Hume, en su madurez valoraba altamente a Spinoza”. Esta implicación con el universo de las ideas nunca abandonó al físico alemán, hasta el punto de redactar algunos fragmentos de elocuente hondura filosófica que hoy podemos disfrutar en la recopilación El mundo como yo lo veo.

En el magnífico libro, ya mencionado, del filósofo y matemático Bertrand Russell sobre la teoría de la relatividad, que Cátedra ha editado en un volumen de bolsillo imprescindible, el británico escribía (capítulo 13) que mientras “en la teoría newtoniana del Sistema Solar, el Sol semeja ser un monarca cuyos decretos tienen que obedecer los planetas, en el mundo einsteiniano hay más individualismo y menos gobierno que en el newtoniano”.

Albert Einstein, que vivió en su juventud y madurez las dos guerras mundiales, fue un ferviente defensor del pacifismo. Frente a aquellos que abogaban por la necesidad de blindar sus derechos internacionales a través de la violencia, Einstein recriminaba que “matar en la guerra no es, bajo ningún concepto, mejor que asesinar en la calle”. La auténtica utilidad de la guerra es su extinción, la abolición definitiva de los conflictos armados. Estos solo promocionan el separatismo, la desidia y la muerte.

En una misiva que el físico dirigió a Sigmund Freud, ponía de manifiesto la escasa implicación de los intelectuales de la época por los sucesos políticos y sociales: “actualmente, la élite intelectual no está influyendo directamente en la historia de los pueblos y su fragmentación impide una contribución directa en la solución de los problemas del presente”. En su escrito “De la libertad académica”, Einstein apuntaba que “numerosas son las cátedras, pero pocos los maestros sabios y nobles. Numerosas y grandes son las aulas, pero menos numerosos los jóvenes sedientos de verdad y justicia”.

Mientras los gobiernos apoyen la formación de ejércitos, y mientras estos existan, cualquier conflicto grave, sea nacional o internacional, terminará derivando en guerra. A este respecto, Einstein comentaba, esperanzado, que esperaba “sinceramente que la conciencia y el sentido común del pueblo cobren vida para que podamos alcanzar un estadio de la civilización en el que la guerra solo esté presente como un error inconcebible de nuestros antepasados”.

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Por lo que toca al judaísmo, tema escabroso en la época, Einstein defendió un sionismo sui generis que siempre consideró a Palestina como parte integrante del pueblo judío. Judíos y palestinos han de tener los mismos derechos. Recordemos que el científico llegó a rechazar la posibilidad de convertirse en presidente de Israel a mediados del XX. Y es que no creyó nunca en el “Estado judío”, sino en la comunidad que pudiera “recuperar la autoestima que necesitamos para vivir de manera fructuosa”. E incluso llega escribir: “Palestina se convertirá en un sitio de cultura para todos los judíos, refugio para los más oprimidos, un campo de acción para los mejores entre nosotros, un ideal unificador y un medio para el restablecimiento interior de los judíos de todo el mundo”.

Insistir demasiado en un sistema competitivo y especializarse prematuramente con la vista puesta en una utilidad inmediata supone la muerte del intelecto.

Einstein conocía muy bien, tras las consecuencias de las dos guerras mundiales, los efectos que una sociedad adocenada y enclaustrada en sus ideas puede provocar en el desarrollo de la política internacional. Así, puso su confianza en la fuerza de aquellos individuos que “crean nuevos valores para la sociedad y fijan nuevas normas morales que marquen la vida de la comunidad. Sin personalidades creativas que piensen y juzguen desde la independencia”, el deterioro político está garantizado.

En un texto que podía haber sido redactado hoy mismo, Einstein denunciaba que se ha intensificado penosamente la lucha por la supervivencia a causa de la temible “evolución económica y tecnológica”, una circunstancia que merma mucho nuestro crecimiento personal: debemos preocuparnos más por comer, por sobrevivir, que por pensar en la forja de un mundo mejor. Pues, en definitiva, “nada realmente valioso se puede conseguir si no es mediante la colaboración altruista de muchos individuos”.

3 comentarios en “Albert Einstein: «El destino de la humanidad será el que nosotros nos labremos»

  1. Desde luego que si nos quedáramos en los conflictos, las crisis y la guerras, sería una señal inequívoca de que hemos fracasado como especie, llevándonos, ese fracaso, irremisiblemente a nuestra extinción. De una forma u otra, si insistimos o persistimos en nuestra actitud guerrera, o en esa del egoismo ciego que nos lleva a ello, acabaremos apretando el botoncito rojo que pende sobre nuestra cabezas.
    En fin, que tontos no somos, aún a pesar de nuestras muchas torpezas y equivocaciones, y eso, esperemos, nos salve.

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  2. SÓLO SÉ QUE NO SABEMOS NADA…
    GENIOS COMO EINSTEIN RARAMENTE VOLVERAN HA APARECER.
    EL HUMANISMO CON EL AJENO SE VA DESVANECIENDO( las preocupaciones diarias de sobrevivir no se alejan tanto al sufrimiento de antaño por no saber cuando acabaría una guerra sin empezar otra).
    Mi guerra diaria es no saber como ayudar a la humanidad ..vivimos acatando leyes , sin podernos revelar con resultado alguno..
    Otros ocupan su tiempo libre , con tanto empeño en embellecer el cuerpo sin ninguna otra preocupación…que el aparentar, tener más que el vecino y vivir al día ; se está convirtiendo en primordial..
    Aquellos que tienen recursos no lo emplean en conseguir un mundo mejor..el PODER es su enriquecimiento y su mal dominio..
    Ya quedamos tan poca gente sana de corazón..resignarse es llegar al vacío, el mismo vacío que estamos obligados a vivir.
    SEGUIRÉ SOÑANDO.

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