La solución final de Albert Caraco: la vida como «laberinto del absurdo»

Como saben los lectores de esta página, no sólo me ocupo de pensadores de establecida y reconocida raigambre en el estudio de la historia de la Filosofía. También se hace necesario, y es una de mis prioridades, dar a conocer a autores más o menos invisibles que permanecen, por distintas razones, a la sombra de la corriente oficial, canónica, preceptiva, cuyas reflexiones son de obligado conocimiento para llegar a tener una panorámica lo suficiente amplia del devenir del pensamiento occidental.

En esta ocasión pondremos la atención sobre el oscuro, ingenioso y clarividente Albert Caraco (nacido en Constantinopla en 1919), autor de numerosas obras repletas de una contundente prosa que obligan al lector a reflexionar sobre las distintas vertientes de la existencia humana. En particular, os invitaré a leer dos de sus textos más representativos: Breviario del caos y Post mortem.

Albert Caraco

Caraco recoge en sus escritos la compleja tradición pesimista europea de los siglos XIX y XX; en casi cualquiera de sus textos encontramos ineludibles ecos de autores como Schopenhauer, Mainländer o Cioran. Caraco inicia su Breviario del caos, obra que muestra sin escrúpulos su concepción de la vida humana, con una afirmación de hondas consecuencias: «Tendemos a la muerte como la flecha al blanco, y no fallamos jamás».

Para Caraco no existen excusas ni vías intermedias para no acometer con convencimiento y seriedad el desenlace inevitable hacia el que conduce nuestra sociedad: la muerte. Puesto que «la vida eterna es un sinsentido», y ya que «vida y muerte están ligadas» indefectiblemente, debemos tomar en serio nuestra actitud respecto a nosotros mismos y lo que nos rodea. No sólo sabemos que la vida tiene un fin, sino que debemos consentir «en desaparecer» y aprobar tal consentimiento, teniendo siempre en cuenta que la existencia nos es más impuesta que regalada y que, asegura Caraco, se encuentra repleta de «preocupaciones y de dolores, de alegrías problemáticas o malas»: la felicidad parece constituir un mero «caso particular», una casualidad, una ilusión carente de fundamento. Parecemos escuchar a Schopenhauer, cuando explicaba que la felicidad de toda una humanidad no justificaría el dolor de un solo ser. Un proceso no sólo subjetivo, individual, sino también político y social de fatales consecuencias:

Por cada país que hace la Historia, más de veinte la sufren […]. Las naciones, que ya no hacen la Historia, no entienden lo que les ocurre, el caos es su destino, sus glorias no las preservan y sus virtudes ya no las previenen del hundimiento en el estupor que es su sino […]. El papel de la fatalidad crece y el estupor es la sombra que la fatalidad proyecta: un día, su destino será el mismo que el de la mayoría de los pueblos, su fuerza no les servirá de nada, su privilegio no será más que imaginario, por fin la Historia se volverá la pasión de todos.

La asunción de nuestro carácter finito se sitúa, así, como uno de los puntos clave de la concepción existencial de Caraco: «Cada uno de nosotros muere solo y muere por completo». Pero, de un modo casi heracliteano, escribe que «la mayoría dormita todo el tiempo que vive y teme despertarse en el momento de perecer». No podemos ser sometidos por el miedo a la muerte; hemos de asumir el poder que nos confiere nuestra condición finita para, de este modo, no convertirnos en «sonámbulos» (que, como el soñador kantiano, persigue el humo de las sombras).

Que la mayoría de nosotros estemos dormidos en vida significa que nuestras ciudades, allí donde vivimos y cohabitamos con nuestros semejantes, se pueden convertir -y de hecho se convierten- en lugares donde morimos inhumanamente, «infelices sin remedio» y donde convivimos, en expresión maravillosa, en un auténtico «laberinto del absurdo». El caos, el hedor y el sinsentido se han impuesto allí donde debería darse la concordia, la paz y el diálogo, dando lugar a un «Infierno moderado por la nada».

La consecuencia a la que Caraco llega es demoledora; su formulación merece ser expuesta en párrafo aparte:

Estamos en el Infierno, y no tenemos más elección que la de ser condenados, atormentarnos o ser los diablos encargados de su suplicio.

La muerte, desde luego, ha de llegar. El ser humano muere, como lo hace cualquier ser vivo. El problema es que hemos hecho de la muerte el más temible y penoso símbolo de nuestra estirpe, y de hecho poseemos los «suficientes medios como para que cada hombre sea matado cuarenta veces». ¿Pueden, acaso, cambiar las revoluciones este funesto destino? «Es demasiado tarde -explica Caraco-, la Historia ya no se detiene, somos arrastrados por ella y la inclinación de sus planes nos impide esperar una desaceleración cualquiera».

Seres condenados a una muerte en vida, ni siquiera los dioses pueden acudir en nuestro auxilio, pues hemos hecho de ellos lo que nosotros mismos somos: entes imaginados que no pueden cargar con el peso de su propia desidia e irresponsabilidad: «cuando se quiera saber cuáles fueron nuestros verdaderos dioses, habría que juzgarnos según nuestras obras y nunca según nuestros principios», siempre grandilocuentes, siempre enaltecedores de la verdad, la belleza y la paz, pero también, y a la vez, siempre en contradicción con nuestras acciones. Incluso lo más excelso acaba por convertirse, en manos de los hombres, en algo degenerado, deformado. Hemos hecho de nuestro entorno una «escuela de muerte» inhumana: «A cada vuelta de rueda, las ciudades que habitamos avanzan imperceptiblemente la una contra la otra, en el rumor y en el hedor, es una marcha hacia el caos absoluto, en el rumor y en el hedor».

Los jóvenes ya no pueden salvar el mundo, el mundo no puede ya ser salvado, la idea de salvación no es más que una idea falsa, y debemos pagar nuestros innumerables errores, es demasiado tarde para reparar lo que sea. […] La opción de la agonía será la última que nos quede y esto llegará más pronto de lo que se piensa, de un día al otro seremos arrojados al precipicio, y ahí nos despertaremos, aunque no nos dé tiempo a sentir que expiramos.

Parece que nos hemos empeñado, asegura Caraco, en organizar «metódicamente el Infierno, en el que nos consumimos». Para que no paremos mientes en cuanto ocurre, en este espeluznante territorio mancillado por la corrupción y las más oscuras ambiciones humanas, «nos ofrecen espectáculos estúpidos, donde nuestra sensibilidad se barbariza y nuestro entendimiento acabará por disolverse […]. Volvemos al circo de Bizancio y ahí olvidamos nuestros verdaderos problemas, pero sin que estos problemas nos olviden».

Post mortem Caraco

Lejos de lo que cabría esperar, Caraco no sucumbe a la tentación de ofrecer esperanza alguna, pues «la idea de salvación no es más que una idea falsa, y debemos pagar nuestros innumerables errores, es demasiado tarde para reparar lo que sea». «Lo que sea», escribe el autor, es eso en lo que se ha convertido nuestro mundo:

Un alarido de dolor y de éxtasis, donde los hombres más puros no tendrán más que el recurso de matarse los unos a los otros para no despreciarse a sí mismos.

En nada han cambiado el ánimo o las emociones humanas desde tiempos remotos: nuestro corazón «es igual al mar profundo y tenebroso, los cambios no tienen lugar más que en la superficie en la que nuestra sensibilidad refleja la luz, pero cuando descendemos, encontramos lo que fue y será»: un auténtico laberinto del absurdo. Y ni siquiera la filosofía puede auxiliarnos, pues «la coartada metafísica acaba de expirar y no podemos ocultarnos tras nuestra impotencia».

Queremos lo imposible y dentro de poco ya no tendremos la sombra de lo posible, desembarcaremos sobre la luna y beberemos nuestras deyecciones aquí en el mundo, nuestros niños comerán mañana cosas reputadas inmundas, la vida que nos espera es tan absurda y tan horrible, que los mejores preferirán la muerte.

A pesar de la contundencia de sus asertos y de la aludida clarividencia de algunos de sus vaticinios, Caraco es aún autor declarado proscrito por numerosos lectores -y editores-, al que sin embargo no deberíamos dudar en escuchar, pues, como aseguran desde Sexto Piso, su «escritura de gran elegancia […] nos regala una prosa clásica destinada a lacerar, como una daga afiladísima, la falsa verdad histórica que esgrime la modernidad». Fiel a su pensamiento y deseo, Caraco acaba suicidándose en 1971 justo cuando había prometido hacerlo: apenas unas horas después de la muerte de su padre.

Aunque ha encontrado lectores en Europa del Este y América Latina, Caraco es una figura todavía escasamente conocida en el contexto filosófico de habla hispana, y apenas se le ha prestado atención en entornos académicos. Su obra, prolífica (él mismo afirma en no pocas ocasiones que nació para ser escritor y vivir alejado del mundo), no deja duda de la calidad y hondura de su pensamiento, que puede catalogarse de pesimismo radical. O, quizás, de lúcido realismo.

La editorial Sígueme publicó hace unos años, en magnífica edición en tapa dura, Post mortem, escrito por su autor momentos después del fallecimiento de su madre. En él se dejan ver las grandes líneas del ideario de Caraco (fatalismo, el peso del tiempo, la muerte como eterna compañera del hombre, el dolor existencial), pero, característica común de los textos de este autor nacido en Estambul, sus afirmaciones siempre son verificadas a través de una experiencia vital que parece confirmar a aquéllas materialmente. Da así la sensación de que los escritos de Caraco no sólo pueden ser leídos, sino tocados, sentidos en primera persona. El lector queda convertido, por una suerte de catarsis literaria, en autor. Así, explica que:

Mi amor sólo se dirige de la santa indiferencia y ya me confundo con ella, mi vida entera es una escuela de muerte, por otra parte no tengo demasiados méritos y desde la infancia nunca me he sentido a gusto, presa de permanentes enfermedades y subsistiendo a fuerza de medicinas.

Medicinas, hay que decir, que a veces no son prescritas por médicos. La escritura formará parte de la vida de Caraco como una suerte de remedio, siempre eventual, para sobrellevar esta odiosa existencia que parece perseguirnos imprimiendo en nosotros el aguijón del deseo. Un deseo que se renueva constantemente y que, por tanto, nunca se detiene a pesar de contar con algunas satisfacciones perecederas ofrecidas por nuestros efímeros éxitos. Si algo recriminará Caraco a su madre, será, precisamente, el hecho de haberle traído al mundo, “y yo profeso aversión al mundo”, confiesa en las primeras líneas de Post mortem.

Las sombras de la muerte son las especias del amor y la vida eterna sería la escuela de la frialdad absoluta. Se ama a un ser al que los mañanas amenazan y tanto más cuanto más se ve amenazado.

Post mortem no es un libro del que pueda hablarse a la ligera. Hay que leerlo, y leerlo despacio, para hacerse cargo de la enjundia y pertinencia que atesora cada palabra de Caraco. El alma del autor está puesta en cada línea de la obra, en cada letra, en cada signo de puntuación. Como muy bien apunta Justo Navarro en la breve pero intensa introducción, Caraco afronta en esta obra la “catástrofe de la ausencia” de una madre que ora adquiere los visos de amante, ora de figura protectora, ora de amiga, ora de arquetipo ideal de “Madre Gloriosa”.

Debemos olvidar a nuestros muertos en tanto que muertos, pero nos está permitido seguir su modelo y perpetuar sus obras, lo demás son melindres.

Caraco reencuentra a -y se reencuentra con- su madre tras la muerte de ésta. Reencuentra a su madre porque, aunque el tono de Post mortem muestre una aparente solemnidad e incluso cierta sacralidad, Caraco acomete un sincero diálogo con la ausente. De ahí que tal reencuentro sea no sólo espiritual, sino también y de alguna manera físico: por eso se reencuentra también con ella, es decir, no sólo con lo que fue su madre de hecho, sino también con lo que representará para siempre. El libro se cierra con elocuentes palabras: “Mi Madre se ha convertido en el altar donde, a mi pesar, yo había de ofrecerme a ese principio del que ella ignoraba ser el anuncio en la tierra”.

Nunca los volveremos a ver y por eso los amamos, la nada es el precio del amor y de la nada el amor es la corona, es bueno que sea así, el tiempo y la persona se confunden, el amor y la nada se corresponde.

Como hemos dicho, Albert Caraco fue fiel a su pensamiento y acaba suicidándose instantes después de la muerte de su padre. Fue así, y a través de sus escritos, como dio realidad a sus ideas: “Soy uno de los profetas de estos tiempos y el silencio me rodea”.

9 comentarios en “La solución final de Albert Caraco: la vida como «laberinto del absurdo»

  1. Hace algunos años me encontré con sus textos en Sexto piso al igual que con las letras de Carlo Michelstaedter. Debo admitir que en ambos escritores encontré consuelo y comprensión. No comparto la idea de que vivir sea algo grato y con sentido. Pero en vista de que la muerte me es desconocida suicidarme me resulta igual de absurdo. Mis opiniones y conocimientos están basados en el hecho de vivir. Pensar en la muerte desde la vida me parecen afirmaciones engañosas. Si hay algo que saber sobre la muerte ya tendré la oportunidad de averiguarlo.

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  2. Gracias por compartir este decubrimiento con nosotros. Habrá que buscar alguno de sus libros, como «Post mortem», que es el que más me ha llamado la atención, tanto por la perspectiva filosófica que señalas como por esa hondura existencial y autoexpresiva que describes.
    Además, a esto se añade el hecho de que esté publicado por Sígueme: otro buen aliciente. Hace poco adquirí el «Post scriptum» de Kierkegaard en esta misma editorial y la calidad del volumen es magnífica, diría que inmejorable.

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  3. Me encantó el ensayo sobre Caraco que escribiste en el libro «Mainlænder: actualidad de su pensamiento». El libro en general me gustó bastante, pero ese capítulo me resultó realmente fascinante. Fue a raíz de su lectura que me dio por pensar en la posibilidad de que alguien tradujera y publicara alguna otra obra de Caraco más allá del breviario o post mortem. Sería una gran iniciativa.

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  4. Caraco es uno de mis escritores favoritos como lo es Franz Kafka. Vivo y he vivido sintiéndome extraña al mundo, nunca encajando y mi refugio ha sido la lectura, la escritura y el arte. Los que somos melancólicos tenemos ese costado oscuro donde la muerte aflora como salvadora, pero es esa carencia de miedo la que nos permite desgarrarnos, sacar desde adentro de nosotros los dolores enquistados y hacerlos letras. Letras amigas y colegas de los que no gozan vivir pero que hacen del papel su pañuelo escrito de lágrimas, de dolor no mostrado en gestos ni dicho en secreto. Leer cura, escribir cura y morir libera.

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  5. ¿es para allá el disco no deseado con éste Ser que me camina por primera vez subyugado? Mudo pasado mucha vida y voy porque te encendí, dijo la cartera llena.

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  6. Es posible que la vida sea absurda pero pienso que aún así hay que intentar disfrutarla todo lo que se pueda. una cosa no quita la otra.

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