Filosofía del caminante

Flaneur 1892En muchas ocasiones, lo mejor de la literatura y de la filosofía aún está por descubrir. O mejor sería decir por desenterrar, por recuperar. La suerte que la posteridad deparó al filósofo y escritor Karl Gottlob Schelle no fue, sin duda, proporcional a la importancia (si bien latente) que este personaje alemán, nacido en 1777, adquirió en sus años de vida. A Schelle lo leyeron atentamente diversas personalidades de su tiempo; entre ellas el gigante Goethe, quien no dudó en incluir en Las afinidades electivas de 1809 numerosos pasajes inspirados en las magníficas descripciones paisajísticas de nuestro protagonista.

Esta vez presentamos al lector de habla española una auténtica joya literaria, también filosófica -e incluso histórica-, hasta ahora inédita en nuestro idioma, que la editorial Díaz & Pons ha publicado con verdadero y delicado esmero en un volumen ilustrado con grabados, imágenes y cuadros que dan vida a las palabras de Schelle. Este libro magníficamente traducido por Isabel Hernández, intitulado El arte de pasear (que vio la luz en los albores del XIX, en 1802), representa casi una obsesión de la época en la que Schelle vivió: la unión, casi mística, entre el paseante y su entorno, entre el ser que transita caminos y parajes y el contexto que le rodea.

Como apunta muy acertadamente Federico L. Silvestre en el prólogo del libro, ni siquiera los escritos de Rousseau, Thoreau o Baudelaire sobre los quehaceres e idiosincrasia propios del flâneur pueden compararse con la gracia y desparpajo de El arte de pasear de Schelle. El propio autor explica en el interior de esta obra, que de seguro hará las delicias de cualquier coleccionista de rarezas editoriales, que:

Tanto el fanfarrón estúpido, al que se ve en todos los paseos públicos pero al que jamás se divisa en el campo, en la naturaleza, como la cabeza sombría que siempre busca la oscuridad de los bosques o el campo, con la esperanza de que nadie se le ponga a tiro, sacan del paseo un beneficio muy limitado.

El arte de pasear SchelleY es que andará muy equivocado el lector que piense que en esta obrita de Schelle encontrará en exclusiva retratos de entornos y descripciones pormenorizadas de la Alemania y Europa de fin del siglo XVIII. Lejos de enredarse en caracterizaciones tediosas de cuanto rodea el paseante, lleva a cabo más bien todo un retrato antropológico del ser humano que dedica su tiempo a la tan banal -podría pensarse- actividad de pasear. Alejado de las elucubraciones rousseaunianas, tan características del autor ginebrino, Schelle se centra en la psicología propia del paseante y en aquello cuanto le rodea, en su circunstancia, para encumbrar la acción de pasear a categoría casi filosófica. Y decimos casi intencionadamente, pues Schelle no parece ser amigo de su «predecesor» natural: Las ensoñaciones del paseante solitario, escritas a lo largo de varios -y difíciles- años por el propio Rousseau, y de las que, podemos decir sin mordernos la lengua, Schelle se declara mortal enemigo. No a viva voz, desde luego, pero sí implícitamente.

Si recordamos por un momento el quinto de los paseos de Rousseau, observamos cómo el autor del Emilio no duda en otorgar una importancia desmedida al sí mismo del paseante, a su mismidad. Parece que, en Rousseau, el entorno funciona como un mero aderezo, como un simple motivo exterior que provoca ora pena, ora alegría. Leamos al autor de Ginebra, cuando se refiere a su estado cuando en sus «ensoñaciones solitarias» mientras se acomoda en su barca dejada «a la deriva al gusto del agua», o cuando se sienta «al borde del lago agitado, o en cualquier parte, a orillas de un bello río o de un arroyuelo murmurando entre guijarros»:

¿De qué se goza en una situación semejante? De nada exterior a uno mismo, de nada sino de sí mismo y de su propia existencia; mientras tal estado dura, uno se basta a sí mismo como Dios. El sentimiento de la existencia despojado de cualquier otro afecto es por sí mismo un sentimiento precioso de contento y de paz, que bastaría, él solo, para volver esta existencia cara y dulce a quien supiera alejar de sí todas las impresiones sensuales y terrenas que sin cesar vienen a distraernos y a turbar aquí abajo la dulzura.

Gavarni flaneurSchelle se sitúa en las antípodas de este yo endiosado del que, ya sabemos, tan amigo era Rousseau. Por el contrario, el escritor alemán caracteriza el paseo como una actividad, sí, eminentemente intelectual, pero para cuyo desarrollo resulta imprescindible la contemplación del paisaje circundante y, a la vez, el movimiento del cuerpo. Como Schelle redacta en un precioso e inolvidable fragmento que da inicio a la obra (y con el que, apuntamos, podemos seguir la pista de ese gran descubrimiento de finales del XVIII y principios del XIX, el inconsciente), «somos seres de dos mundos»: de un universo físico y violentamente tangible, tosco, y a la vez, de un estrato espiritual que hace de nosotros seres pensantes con una compleja vida intelectual de la que debemos hacernos cargo. Es el paseo, a juicio de Schelle, la actividad en la que ambas dimensiones se entrecruzan de manera inextricable.

Pues «pasear no es un mero movimiento físico del cuerpo mientras la mente permanece completamente inactiva», como podríamos pensar. El paseo perdería entonces todo su encanto. El rasgo esencial de quien pasea es «aunar actividad psíquica y física, elevar una actividad meramente mecánica -andar- al rango de una espiritual», pues con el paseo la mente no sólo permanece «ocupada», sino que también se vigoriza, se anima.

En contraste con lo defendido por Rousseau en la cita mencionada más arriba, en opinión de Schelle:

… el interés que el paseante ha de tener por la naturaleza no ha de ser de orden intelectual. Un interés tal sobrepasaría la mera impresión de las cosas, sobrepasaría su encanto superficial y transformaría el juego libre de la imaginación [expresión, recordemos, absolutamente kantiana], una mera actividad de recreo, en un trabajo serio, tan fatigoso para la mente como agotador para el cuerpo.

A juicio del autor alemán, hemos de abandonarnos a nuestras impresiones, en busca de que el alma, en su singular ingenuidad, se entrega a su «disposición interior» más favorable hacia la naturaleza «y sus efectos más plenos y puros para alegrar el espíritu, para darle un conocimiento familiar de sus fenómenos», alternando los paseos en sociedad -acompañados por nuestros semejantes- con los momentos propicios para la soledad, en los que nos reencontramos con nosotros mismos. Pues:

… todo hombre cultivado que, con un sentido sentido activo de la naturaleza, reconozca la contribución que ésta hace a la formación de su personalidad, ha de vivir bajo su beneficioso influjo. […] Las descripciones no proporcionan la cosa en sí y el estudio de la naturaleza en los libros es un conocimiento muerto, igual que su estudio en el gabinete de historia natural.

siglo xviii

El arte de pasear de Schelle resulta, en tiempos de incandescente efervescencia capitalista, una lectura obligada, en la que no sólo podremos sumergirnos en los hábitos del caminante de principios del XIX, sino en la que también y sobre todo daremos con un modo único de enfrentarnos al mundo, de observarlo, estudiarlo y pensarlo: mediante la a veces salvífica actividad de pasear, esa en la que, en comunión con nuestro yo, ponemos en marcha nuestro cuerpo y mediante la que se activan las potencias intelectuales para analizar, describir y, en su caso, criticar, cuanto nos rodea.

Porque para Schelle, a fin de cuentas, pasear no es otra cosa que transitar, ir de un sitio a otro, con el convencimiento de que, allá donde se vaya, contamos -y debemos contar- con la dignidad de nuestro valor espiritual. Un libro único, sin duda, que no puede faltar en ninguna biblioteca. Un clásico rescatado con mano experta que hará disfrutar a todo tipo de lector.

Pasear es un placer libre y no coexiste con obligación alguna. Las cosas más agradables que hay para el hombre libre -y de seguro que los paseos lo son- se convierten en una auténtica carga por la presión de las circunstancias. […] Por ello se precisa ante todo que se reúnan los condicionantes internos y externos del paseo, para poder ceder de verdad a sus más dulces requerimientos, y sólo cuando se dan estos condicionantes imprescindibles, los elementos del paseo -la avenida más frecuentada, la comarca más hermosa, el día más alegre- pueden surtir efecto sobre el ánimo del paseante con todas sus fuerzas.

4 comentarios en “Filosofía del caminante

  1. -«pues con el paseo la mente no sólo permanece “ocupada”, sino que también se vigoriza, se anima.»-

    Eso es cierto; cuando se está meditando en algo, por ejemplo en una galería o una recamara, al menos si desde mi experiencia, se tiende en empezar a andar de un lado a otro inconscientemente y de alguna manea esa acción estimula mas la meditación como una retroalimentación de «mientras mas se piensa, mas se camina y a la vez, mas se piensa».

    Como el clásico cliché del sujeto que anda de un lado a otro histérica y ansiosamente con los brazos puestos en la zona lumbar y cabeza baja y pensante, jejeh. Mejor que leerlo es salir a caminar…

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  2. Pingback: Caminar y pasear en la naturaleza – VIVIR ENTRE FLORES

  3. En su ensayo Baldomero Fernández Moreno, poeta caminante, Jorge Monteleone nos dice que la ciudad populosa “engendra un observador peculiar: el flaneur, caminante callejero que se pasea sin objeto”. Hacia 1846, Domingo Faustino Sarmiento lo vislumbra en las calles de Paris:

    «El español no tiene palabras para indicar aquel/amiente e los italianos, elflarter de los franceses, porque son uno y otro en su estado normal. En Paris esta existencia, esa beatitud del alma se llama fianer. Flaner ni es como flairer, ocupación del ujier que persigue a un deudor. El flaneur persigue también una cosa, que el mismo no sabe lo que es; busca, mira, examina, pasa por delante, va dulcemente, hace rodeos, marcha, y llega al fin…a veces a orillas del Sena, al bulevar otras, o al Palais Royal con más frecuencia».

    Monteleone señala también que “Walter Benjamín analizo la aparición de la figura del flaneur en Charles Baudelarie. El flaneur vive en la soledad urbana, es decir, la soledad en medio de una muchedumbre. Se abre camino entre la multitud que, a un tiempo, le atrae y le repele”.
    En la década de 1860, en plena reconstrucción de París por el Barón Haussmann bajo el reinado de Napoleón III, Baudelaire presentaba un retrato memorable del flâneur como el artista-poeta de la moderna metrópolis. Tomamos un fragmento de su ensayo El pintor de la vida moderna (1863):

    «La multitud es su elemento, como el aire para los pájaros y el agua para los peces. Su pasión y su profesión le llevan a hacerse una sola carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente. El espectador es un príncipe que vaya donde vaya se regocija en su anonimato. El amante de la vida hace del mundo entero su familia, del mismo modo que el amante del bello sexo aumenta su familia con todas las bellezas que alguna vez conoció, accesibles e inaccesibles, o como el amante de imágenes vive en una sociedad mágica de sueños pintados sobre un lienzo. Así, el amante de la vida universal penetra en la multitud como un inmenso cúmulo de energía eléctrica. O podríamos verlo como un espejo tan grande como la propia multitud, un caleidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida».

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