Filosofía epistolar

Kant sello«Nadie es más solitario -afirmaba el premio Nobel de Literatura Elias Canetti– que aquel que nunca ha recibido una carta». También Nietzsche aseguraba que «la palabra más soez y la carta más grosera son mejores y más educadas que el silencio». En fin, reza un proverbio milenario chino, «cuando te inunda una enorme alegría, no prometas nada a nadie. Cuando te domine un gran enojo, no contestes ninguna carta»… un consejo que no demasiados filósofos siguieron al pie de la letra.

La filosofía no es propiedad exclusiva de largos y complicados sistemas, repletos de páginas inexpugnables que apenas pueden entenderse (a veces, por desidia de los propios autores, y en otras ocasiones, porque la complejidad del tema en cuestión requiere cierto despliegue semántico). Si echamos un vistazo a la historia de la Filosofía y la Literatura, no han sido pocos los autores que reclamaron, como síntoma inequívoco de claridad de pensamiento, la pulcritud y el esfuerzo expresivos. Los intrincados y prolijos tratados filosóficos no fueron el único camino que sus creadores escogieron para exponer y publicitar sus ideas. En este sentido, las cartas que muchos de ellos intercambiaron con admiradores, detractores, familiares y amigos suponen un testimonio único en el que no sólo asistimos al despliegue más cordial o nuclear de sus ideas más importantes, sino que, a la vez, representan un cuadro privilegiado en el que poder contemplar la personalidad de diversos filósofos y literatos.

Sello SchopenhauerEn una de sus misivas, Pascal se dirigía a su corresponsal con la siguiente afirmación: «He hecho esta carta más larga de lo usual porque no tengo tiempo para hacer una más corta». Una frase en principio paradójica: Pascal nos cuenta que la misteriosa razón de haber redactado un documento más extenso de lo normal es que… ¡no disponía de tiempo para escribir una más corta! Esta aparente contradicción en los términos responde a dos aspectos esenciales del género epistolar en filosofía: por un lado, en ellas damos con una concentración de ideas y pensamientos inaudita, cuya presentación, por otro lado, parece escapar de las leyes espacio temporales. Y todo ello porque, precisamente, el autor se ve transportado a un escenario desde el que ha de responder conforme a las necesidades lógicas de su sistema, pero sobre todo, desde las vicisitudes anímicas que en ese momento concreto le embargan.

Pascal se ha alargado más de la cuenta (y él lo sabe); pero lo ha hecho en razón de una suerte de embrujo que ni siquiera él mismo comprende. Su daimon le dicta las palabras con una vertiginosidad que no demanda la reflexión propia de los tratados. Acaso mientras redactaba aquella carta se replanteaba una de sus sentencias más conocidas:

No vivimos nunca, sino que esperamos vivir; y disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca.

Voltaire, que escribió sus cartas filosóficas en abierto desacuerdo con el ideario teológico de Pascal, nos ha legado un excelente documento en el que se aprecia toda la fuerza del género epistolar en filosofía. En tales cartas, impregnadas de un inusitado fulgor ilustrado («Proclamo en alta voz la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo»), desarrolla una acérrima defensa de la libertad humana convencido de que el influjo de la religión no permite al ser humano alzarse contra lo grilletes del miedo y la superstición (con la que, sin embargo, siempre coqueteó), a la que denominó «la hija loca de una madre cuerda». Y nos brinda una sentencia terriblemente actual: «Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado».

Ya en Grecia, la filosofía se practicaba como un modo único de dialogar sobre asuntos que, de un modo u otro, preocupaban a la sociedad en su conjunto. Las obras de Platón responden a esta necesidad de expresar nuestras inquietudes más hondas, a través del modo de comunicación más genuinamente humano: el diálogo entre iguales. Las cartas, de igual forma, suponen un tipo muy especial de diálogo, aunque diferido.

El caso de Séneca es un claro ejemplo del influjo del género epistolar en filosofía. Sabedor de que una misiva se dirige a un interlocutor concreto, que de un modo directo se ve interpelado, eligió esta forma de expresión para redactar numerosos textos y ejercer así un mayor influjo sobre su destinatario, entre los que destacan los llamados escritos consolatorios.

Sello PlatónComo explicaba a Marcia, por mucho que «el paso del tiempo lo abatirá todo y se lo llevará consigo», Séneca estaba convencido de que disponemos de algunos mecanismos que pueden ayudarnos a permanecer en la existencia sin sufrir demasiado las penas y los dolores a los que nos exponemos constantemente: y es que «no puede hallarse ningún exilio dentro del mundo, pues nada que está dentro del mundo es ajeno al hombre», escribía el filósofo cordobés a su madre, Helvia. Séneca pensaba que la fuente principal de la que surgen la mayor parte de nuestras preocupaciones es nuestro infinito deseo, y por ello hablaba también a su madre sobre lo poco que nos es necesario para conseguir el mínimo sustento: «Las exigencias naturales del cuerpo son exiguas: quiere que se le quite el frío, apagar con alimentos el hambre y la sed; cualquier cosa que se desea fuera de eso, es trabajar para los vicios, no para las necesidades».

Por su parte, Leibniz desarrolló una extensa correspondencia con personalidades como Newton, Locke o Spinoza, entre muchos otros, pero por su sencillez y cercanía, merecen una mención especial las cartas que remitió a tres princesas de su tiempo: Sofía de Hannover, su hija Sofía Carlota, y la amiga de esta, la princesa de Anspach y Gales, Carolina. En ellas encontramos todo un compendio de la filosofía de Leibniz, y un resumen de las ideas (filosóficas, políticas) que preocupaban a las más altas esferas de los siglos XVII y XVIII: el amor («Amar sobre todas las cosas es encontrar tanto placer en las perfecciones y en la felicidad de alguien que los restantes placeres ni se toman en cuenta con tal de disfrutar de él»), la teología («aunque el Reino de Dios advenga por sí mismo y sin nosotros, sin embargo nuestra buena intención y nuestra voluntad ardiente de obrar bien es lo que nos permite participar en mayor medida de él»), la teoría del conocimiento («advertimos en nosotros que a menudo el cuerpo obedece a la voluntad del alma, y que el alma se apercibe de las afecciones de los cuerpos; y sin embargo no concebimos ninguna influencia entre ambas cosas») o la sabiduría de la vida («En pocas palabras, hay que sentirse contentos del pasado, gozar del presente y velar por el porvenir, sin afligirse ni de lo uno ni de lo otro, al menos en lo que dependa de nosotros. Pues reconozco que una resignación completa es más fácil de predicar que de practicar»).

Pero no todas las cartas se han escrito bajo el signo de la amistad y el intercambio desinteresado de conocimientos. Otras muchas, debido al cariz de los tiempos en que fueron redactadas y gracias al carácter polémico de sus autores, discurren por un sendero abiertamente conflictivo. Es el caso de la correspondencia que un todavía joven Arthur Schopenhauer mantuvo con su madre, Johanna. En una de ellas, como apunta Fernando Moreno Claros en su biografía del pensador de Danzig, el lastimero y oscuro Schopenhauer explicaba a su progenitora: «Nada permanece en esta vida pasajera. Ningún dolor sin final, nada de alegrías eternas, ninguna impresión permanente, ningún entusiasmo duradero, ninguna noble determinación que dure la vida entera. Todo se diluye en la corriente del tiempo». A lo que Johanna contestaba, preocupada: «Justo en esta época de tu vida en que ahora te encuentras se desvanece el mundo multicolor de la infancia, la primera primavera de la vida; aún no sabes por dónde andas en el nuevo mundo que se abre ante ti».

Sello KierkegaardPor aquel entonces, Johanna había erigido un auténtico núcleo cultural en su casa de Weimar (donde se reunían personajes como Goethe, el poeta Tieck, o los hermanos Schlegel). Esta eventualidad, que el orgulloso Schopenhauer no pudo soportar, junto al amanecer de sus capacidades intelectuales y la aparición de sus primeras ideas filosóficas originales, tuvieron un claro reflejo en la correspondencia con la madre. La relación entre ambos quedó zanjada, precisamente, a través de una carta años más tarde. Johanna no pudo soportar los continuos desaires de su hijo: «Arthur, pones a la gente en tu contra sin necesidad, y luego te tratan mal. Te harán caer hasta lo más profundo y no caerás con honor».

Más allá de la filosofía, una misiva también puede convertirse en un arma política. Miguel de Unamuno, en sus cartas del destierro, no dudaba en asegurar desde Las Palmas a su esposa Concha y a sus hijos que «lo fundamental es que ni pienso huir ni pedir gracia, sino dar guerra desde aquí» (se refería a la dictadura de Primo de Rivera). Y más adelante, en una carta dirigida en exclusiva a su esposa: «Lo que no quiero es que se pida nada por merced ni por gracia. Desautorizo todo lo que signifique perdón y que me obligue a callarme».

Todo un universo queda abierto a la investigación filosófica y literaria cuando hablamos del género epistolar: Eloísa y Abelardo, Kant, Descartes, Heidegger y Bultmann, Nietzsche, Kafka, Rousseau, Poe, Erasmo y Lutero, las novelas epistolares (como Werther o Drácula), etc. Un universo de un valor pedagógico incalculable, en el que los autores descienden del púlpito y dialogan, en cercanía, con quienes (a veces) desean escucharles.   

5 comentarios en “Filosofía epistolar

  1. Y qué decir de las cartas que cambian destinos: las «del cofre» de María Estuardo, empleadas en su contra por su prima, la reina Isabel I; o las de Balzac, atesoradas por la señora de Hanska, por cuyo amor ella usó para pasar a la posteridad.

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