El Romanticismo de Mary Shelley: 200 años de Frankenstein

En el Libro X del Paraíso Perdido (Paradise Lost, 1667) de John Milton (1608-1874), asistimos al implacable juicio y severa condena por parte de Dios a los pobladores del Paraíso, Adán y Eva, una vez que éstos hubieron transgredido las normas impuestas por Aquél. Fue entonces cuando la Divinidad dejó caer sobre la primigenia pareja, hecha sin embargo a su imagen y semejanza, un imperecedero y oscuro sortilegio que dirige a Adán: «maldecida es la tierra por tu causa; / y ha de ser con dolor como de ella / comas todos los días de tu vida». Sin olvidar a Eva: «Aumentaré con creces tus dolores / desde la concepción; y parirás / tus hijos con dolor». Desde aquella fatal jornada, la discordia (la funesta Eris griega), «como hija del Pecado, / fue la primera en implantar la muerte / entre los animales entablando / una feroz antipatía», y quedó así establecido, para siempre, el cruel dictado schopenhaueriano: «no hay victoria sin lucha» (kein Sieg ohne Kampf). Pues «implicados ambos en el pecado / se merecieron la fatal caída».

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Inmerso en una angustiosa y muy desesperada pena, Adán lleva a cabo una de las más crudas lamentaciones de la historia de la literatura, tal es su honda pesadumbre, hasta que, incluso, llega a imprecar a Dios con estas palabras: «¿Te pedí, / por ventura, Creador, que transformaras / en hombre este barro del que vengo? / ¿Te imploré alguna vez que me sacaras / de la obscuridad y me pusieras / en este maravilloso jardín?». Fueron estos atronadores y desgarradores interrogantes, que no son sino ruegos por la clemencia divina, los que Mary Shelley (1797-1851) eligió para encabezar una de las obras más importantes y representativas de la literatura inglesa del Romanticismo y uno de los libros más leídos, estudiados y comentados de la historia de la literatura: Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein; or, The Modern Prometheus), publicado por vez primera en marzo de 1818.

Hay que tener en cuenta que, mientras en la zona continental de Europa el Romanticismo implica, casi por sistema, una contundente reacción frente a las formas (políticas, artísticas, sociales) del Clasicismo, un modo de rebelarse contra lo establecido, en el primer Romanticismo inglés de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) y William Wordsworth (1770-1850) no se aboga por esta manera de proceder. Cuando éstos publican sus obras principales, Percy Bysshe Shelley (1792-1822), marido de Mary, cuenta apenas con seis años; el otro gran romántico inglés de segunda generación, Lord Byron (1788-1824), frisaba los diez. De alguna forma, tanto en Coleridge como en Wordsworth se sigue apostando por una calmosa integración entre el alma del poeta y la Naturaleza tomada como un todo abarcador; aunque, desde luego, los ecos revolucionarios y los altercados continentales ejercieron una progresiva influencia en esta primera remesa de autores, también es cierto que el camino que eligieron para expresarlos no fueron los de la obstinación o la contumacia, sino el de la mencionada integración, a través de sobrios y muy logrados versos llenos de melancolía y profundo espíritu evocador y nostálgico, que añora las bonanzas de un Absoluto que otorga paz y armonía: «aunque estemos muy tierra dentro, / nuestras almas llegan a ver ese mar inmortal / que nos trajo hasta aquí» (Wordsworth). O que aboga por regresar a la inocencia de la niñez (lo que hermana a estos autores con otros como Novalis o Hölderlin):

Para buscarte a menudo vagué
por bosques y en la hierba;
y seguías siendo una esperanza, un amor,
siempre deseado, nunca hallado.

Hay pues que esperar a Lord Byron y Percy Bysshe Shelley (sobre estas líneas) para comprobar cómo emerge y se incorpora a la cultura inglesa romántica el elemento disidente, aquella rebeldía tan característica y natural del Romanticismo del resto de Europa. En este pluriforme contexto, en el que a los mencionados autores hemos de añadir además a John Keats (1795-1821) o Walter Scott (1771-1832), surge la inmortal obra de Mary Shelley. Ésta compartió protagonismo femenino en este siglo XVIII inglés, y en los albores del XIX, con su madre y tocaya Mary Wollstonecraft (1759-1797), cuya fulgurante estela seguirá Mary Shelley, mostrando una inquebrantable decisión por dar rienda suelta a su vocación: la escritura. Wollstonecraft y su hija hicieron suyo, en la práctica, el dictado de la madre, quien dejó escrito en su Vindicación de los derechos de la mujer (1792) el siguiente imperativo: «Que la mujer comparta los derechos del hombre y emulará sus virtudes, pues habrá de mostrarse más perfecta cuando esté emancipada».

La vida de Mary Shelley fue, en su mayor parte, una carrera de obstáculos que terminó, finalmente, con el paulatino advenimiento de un fatal tumor cerebral; vio morir a uno de sus hijos y a su marido, cuyas obra editó e incluso enriqueció. Si bien su afán de superación, su amplia cultura y los viajes que pudo emprender para conocer Europa ayudaron a que siempre pujase por seguir adelante, la oscuridad, la escasez, el dolor e incluso el chantaje y la persecución fueron compañeros asiduos de Shelley.

Mary Shelley

Fue en 1816, en un viaje a Suiza (Ginebra), cuando surgió la idea de escribir Frankenstein, mientras escuchaba una de las apasionadas charlas mantenidas entre Lord Byron (anfitrión en Ginebra) y su marido. Ella misma lo cuenta en la introducción de la novela: «Muchas y largas fueron las conversaciones entre Lord Byron y Shelley, de las que fui oyente fervorosa aunque casi muda. En el curso de una de ellas discutieron diversas doctrinas filosóficas, entre otras la naturaleza del principio vital, y la posibilidad de que se llegase a descubrir tal principio y conferirlo a la materia inerte». El germen de la historia se depositó así en el genio literario de Mary, que al principio pensó en «escribir unas pocas páginas», pero su marido la instó a «que desarrollara más la idea». Si bien la autora reivindica: «Ciertamente, no debo a mi esposo la sugerencia de una sola idea, ni siquiera de un sentimiento», aunque, confiesa, si no hubiera sido por su «estímulo, jamás habría recibido la forma en que [la novela] ha salido a la luz».

Frankenstein o el moderno Prometeo ha recibido numerosos apelativos, ha sido catalogada de muy diversas formas y adscrita a distintos movimientos literarios. De ella se ha dicho que funda la novela gótica moderna, que es un relato de tintes filosófico-metafísicos, una historia de denuncia social (contra la esclavitud) o incluso una reivindicación de los valores humanistas y feministas. También se entretejen asuntos científicos, y en este sentido se ha afirmado que Shelley estaría criticando una determinada noción de progreso y apostando por las bonanzas de una vida sencilla y de costumbres frugales. Se ha llegado a postular –desde una perspectiva psicoanalítica– que, a la luz de la temprana muerte de su primer hijo y del fallecimiento de su madre (ocurrida pocos días después del nacimiento de Shelley), la redacción de Frankenstein sería un intento de sublimar e integrar en su vida estos onerosos sucesos y de sobrellevar la culpa.

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Villa Diodati, lugar donde Shelley imaginó por vez primera a Frankenstein

Al margen de tales caracterizaciones, unas más osadas que otras, lo cierto es que la actualidad de Frankenstein se muestra más viva que nunca. La cita de Milton que Shelley eligió para encabezar la novela es del todo elocuente: el ser humano se encuentra enclavado en un terreno que no le pertenece enteramente, pues se sabe poseedor de una sensibilidad estética y espiritual superior a la del resto de los animales pero, por otra parte y a la vez, se sabe capaz de los peores crímenes e indecencias. Es, pues, un habitante extraviado y errante que clama constantemente por la donación de un sentido, sea éste coyuntural o definitivo.

El mundo se muestra para el protagonista, el profesor Víctor Frankenstein, como un arcano, como un secreto que «deseaba desentrañar». Un dato que la autora no deja de repetir a lo largo de la novela; esta misma curiosidad fue la que condujo a Eva y a Adán a la más gravosa de las condenas, como leemos en el poema de Milton. Es así, movido por su inextinguible curiosidad, como Frankenstein se lanza «con la mayor diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida», sin que quedara cegado por la promesa de riquezas o fama. Aunque un terrible vaticinio se hace ya presente en el tercer capítulo: «El destino era demasiado poderoso, y sus leyes inmutables habían decretado mi absoluta y terrible destrucción».

Es el irresistible vigor del fatum el que conduce al investigador a llevar a cabo sus pesquisas y a construir un ser al que logra dotar de vida, no sin antes examinar los misterios de la muerte: «Me familiaricé con la ciencia de la anatomía, pero eso no bastaba; tuve que observar también la descomposición y la corrupción del cuerpo humano». De esta manera, Frankenstein se lanza a romper las barreras que trazan los límites entre la vida y la muerte, aunque el resultado final se muestra terrible: «Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí precipitadamente de la habitación, y estuve paseando por mi dormitorio durante mucho tiempo, sin poder sosegar mi espíritu ni dormir». Los sueños de la razón, al decir de Goya, habían producido sus monstruos.

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A partir de este momento, se desencadena una atroz lucha psicológica, moral y física por desprenderse del producto que la mente de Frankenstein había creado. Lo más propio se hace ajeno, se convierte en otredad; la pertenencia más preciada (las ideas, el impulso científico, la ambición humanista) del protagonista se torna oscura, lúgubre, peligrosa. El monstruo intenta asemejarse a los humanos, pasa largos días observándolos, pero el destino, de nuevo, aparece inexpugnable: «Estimo mi vida, aunque sólo sea un cúmulo de aflicciones, y la defenderé». Los inolvidables diálogos entre Víctor y su obra son de una altura filosófica y literaria brillantes, y las lamentaciones del ser creado se asemejan, peligrosamente, a las de aquel desconsolado Adán de Milton:

Pero ¿no estoy solo, miserablemente solo? Si tú, mi creador, me detestas, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. Mi refugio son las montañas desiertas y los desolados glaciares. […] ¿No habré de odiar, entonces, a quienes me odian a mí?

O más adelante, en expresión casi calcada a la de Milton:

¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué vivía yo? ¿Por qué, en aquel instante, no apagué la chispa de la existencia que tan extravagantemente me habías infundido? […] ¡Insensible, despiadado creador! Me habías dotado de percepción y de pasiones, y luego me habías arrojado al mundo para desprecio y horror de la humanidad.

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Mary Shelley escribió una de las novelas más originales, trágicas y sustanciosas de la historia de la literatura. En ella aparecen retazos de la creciente Revolución Industrial que se extendía por toda Europa, dudas sobre los beneficios de una desmedida aplicación científica a la vida cotidiana, titubeos e incertidumbres sobre la infalibilidad y benevolencia de Dios o reflexiones sobre la relación entre los seres humanos y el papel de ciertas emociones, sentimientos y aspiraciones. Una de las ideas que Shelley maneja de continuo es la del sufrimiento sin razón, la del dolor injusto y banal, muy presente en Milton y en el libro de Job, que hace estallar al monstruo en desgarradoras amenazas:

¿Pretendes ser dichoso, mientras yo me arrastro en la intensidad de mi desventura? Podrás aplastar mis otras pasiones, pero me queda aún la venganza… ¡la venganza, en adelante, será para mí más querida que la luz y el alimento! Puede que yo muera; pero antes tú, mi tirano y verdugo, maldecirás el sol que alumbra tu miseria.

Un completo vademécum de la existencia humana en el que se analiza, por vía narrativa, nuestra condición limítrofe, intersticial, siempre a medio camino entre las aspiraciones y la realidad (aquel Prometeo que tuvo que pagar muy cara su osadía, su estar entre dos mundos, entre el divino y el humano) y en el que se escucha permanentemente aquella voz a la que Goethe hizo exclamar en el Fausto (segunda parte, acto II): «¿Son voces humanas las que percibe mi oído? ¡Qué rabia me da en lo más hondo del corazón! Criaturas que aspiran a llegar al nivel de los dioses, y condenadas, sin embargo, a semejarse siempre a sí mismas».

7 comentarios en “El Romanticismo de Mary Shelley: 200 años de Frankenstein

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